Monzón y lenguaje
Krishna, en estado de suspensión de máxima tensión y quietud, armó el arco y nos metió al monzón y a mí en un rumor torrencial de uno. Bueno, Morgar, no te enrolles: que las lluvias del monzón han llegado y me he empapado.
Me levanté temprano y noté la humedad mercurial que precede al monzón. Me puse el chubasquero. Allí estaba Delhi majestuosa, Delhi como una gota gigante, Di-li, como rosa construida en el pecho de Asia. Los taxis no acudieron a mi llamada (“Taxis not available, sir”, “culucapatá, culucapatá”) y me metí en la lluvia. Cuando llegué a la carretera donde cada día cojo un triciclo motorizado, me paré bajo un toldo improvisado en el que se resguardaban veinte indios. “Monsún eh, monsún eh”. “Haaa”.
Morgar se metió en un triciclo. El rickshaw wallah (conductor) era un sij con el turbante chorreando que me pedía que esperara cinco minutos. Después de agitar la mano en eterno gesto de indianidad cogí otro triciclo y arrancamos hacia la oficina.
Maisán aceleraba como lo hizo en primavera y en la canícula, cuando el calor sofocante obliga a los perros a subirse a los coches para no quemarse en el asfalto, los sij refrigeran su melena con agua y los delhíes se ponen medias sandías en la cabeza. Aquellas imágenes inolvidables de junio de 2007, compiladas por un extremeño enamorado de Bollywood, se mezclaban en mí ahora con las nuevas estampas monzónicas. Un niño se zambullía en los márgenes de la carretera y nadaba extasiado; otro hacía la rueda y salpicaba a su madre en la intemperie.
Vi cómo a dos rickshaws les fallaba el motor; el mío no iba a ser una excepción, y me quedé tirado en un semáforo. Le di diez rupias a maisán, empeñado aún en reparar el motor de un vehículo antiguo, como el espíritu perdido de la India, y me subí en otro triciclo en el asiento del conductor, que llevaba a dos ingleses en la parte trasera. Aunque me dejó cerca de mi destino, Maisán II no quiso entrar en el barrio donde está mi oficina, motivo por el cual no le pagué (“Bastard! Bastard!”).
Llegué a mi espacio de trabajo empapado. Me sequé y la jefa me prestó una chilaba. Las agencias de noticias indias se contradecían: algunas decían que tan sólo estaban cayendo lluvias premonzónicas, mientras que otras decían que el dios monzón ya había llegado. Al final sí: el monzón ya estaba aquí. Todo este círculo de agua lo viví yo como una melodía extraña que fondeaba la mañana en mi cabeza, como los poemas de Octavio Paz en Ladera este, que describen los jardines que están a tiro de Morgar de mi casa.
Se apoderó de mí una melancolía alta, rabina, molecular, anclada en el solsticio de verano ibérico que viví con mi Cataluña. Un mono gramático me preguntó qué hacía en esta tierra. Me rasqué la cabeza. Y me dije que el espacio indio da sentido a este empeño lingüístico que es la vida mía.