Parlamento y sueño
La lengua de mármol coletea en mi boca. Gigante y húmeda, amenaza con desbordarme, me asusta, me recuerda que estoy en un país de alteración y suspensión. Me levanto. Pongo la música bengalí que no entiendo, que me llevó a Bengala a buscar a Tagor, sus canciones de la calle, los dulces y el comer con las manos. Para despertarme de verdad, cambio la música: elijo la música sufí, el cántico que tengo cada jueves al lado de mi casa. “Te has vuelto loco”, pienso. Salgo a la oficina. Nuestro conductor no está, así que cojo un taxi para mi primera misión parlamentaria en la India. La toma de posesión de la primera presidenta del país, Pratibha Patil.
Después de dar cuatro vueltas y casi insultar al taxista por su falta de habilidad, llego al Parlamento indio. Un complejo multicefálico, mercurial, inasible, líquido también, como nosotros. Paso por el primero de los ocho controles de seguridad (no es una broma). Me cachean, me tocan el pene, como de costumbre. “¿Qué haces, tío” (en español). Cara de incredulidad. Busco el banco asignado a los periodistas. No me dejan pasar sin antes dejar en una sala situada a no poca distancia mi móvil y mi maletín. Pero allí me dicen que no puedo dejar el maletín; sólo el móvil. Lo comunico en la entrada principal y la lían, no saben qué hacer con un maletín que les sugiero que revisen para que vean que no contiene ninguna bomba. Al final lo dejo en el suelo, al lado de un guardia de seguridad.
Entro y veo lateral y aéreamente a Abdul Kalam y Sonia Gandhi. Es casi imposible la visión desde el palco -la cúpula es gigante, Joan Pau- y asomo la cabeza. Me llama la atención el personal del Parlamento y les digo que me dejen en paz, que dejen de fijarse en los blancos y que empiecen a molestar a los indios. Y son ellos los que empiezan a actuar en su espíritu. Me empujan los periodistas, me dicen que les deje pasar para ponerse justo delante de mí y no dejarme ver. Acostumbrado, le toco la oreja a uno, le aparto de nuevo con cierta violencia, asomo la cabeza ante la indignación de cuatro de ellos. Escribo y miran mis apuntes. Qué pesaos, me digo, y pienso: qué grande es la India. ¿No, Mormitri?
Mientras escribo -única actividad que me da sentido y que me tendría ocupado toda la vida-, se me cae el pase de prensa, el mismo pase que, a los extranjeros, nos hacen cada tres meses, y para cuando te llega ya ha caducado. Lo voy a recoger, pero cuando me agacho compruebo horrorizado que se ha caído por una rendija del desvencijado palco de madera. ¡Por Krishna! Al acabar el acto, la lío. “Problem, eh”, le digo a los de seguridad. Y empiezo a reírme.
“Vaya instalaciones tenéis, eh, y eso que es el Parlamento”, le espeto a uno. Hay once personas encargándose del asunto, dicen que no lo encuentran. Hay que abrir a golpetazos la juntura entre la baranda de madera y la escalera para comprobar la realidad, pero tenemos diferencias ontológicas. Mientras discuten, miro la casi desierta sala: varios diputados comparten comida sobre sus pupitres, sentados con los pies en el banco.
“Que no, que está ahí”, insisto. Renuncio al pase y dejo mi teléfono para que me llamen si lo encuentran. Entonces uno de los guardias me dice: vamos a verlo. Está loco. Arranca la horrible alfombra verde de la escalera a tiras, abre la madera, entra en el mundo desconocido del Parlamento indio (¿dónde hemos ido a parar, Lopuruna, Morgar Ladder, Eli Póquer-Levy y todas mis creaciones literarias?) y saca mi pase. “¡Gracias!”, en hindi.
Me voy y me persigue, me dice que su hijo estudia español, que le ayude, que me llamará. Me vuelvo a ir, ahora del edificio, y veo una manifestación a favor del anterior presidente, Abdul Kalam. Tras una breve entrevista, el “presidente de la asociación Youth India” me pide el teléfono, que hacen muchas actividades, que los medios somos muy importantes, y evidentemente le doy un número falso. Veo pasar la multitud institucional, Patil, Gandhi, Kalam y el mundo girado y otro. Cojo el rickshaw para volver a la oficina y escribir mi primera crónica parlamentaria india. Pienso en Josep Pla. Maisán acelera, como siempre, y yo le animo en su riesgo universal. Veo una señal de tráfico en hindi y, con dificultades, leo la palabra. Se me queda mirando y me sonríe en su oscura indianidad, ya lanzada en espíritu hacia mi Occidente en crisis. “¡Le dao, eh!”, le digo, inundado en mi felicidad. Acelera, maisán, no te pares, quiero emocionarme por fin, llévame lejos. Volemos a la otra orilla a leer este sueño oriental que no se acabará.