Una semana en España
Voy en giro por la Barcelona vieja, estanque de plátanos grises entre la montaña y el mar. Me acompaña Fran en este deslizamiento soñoliento y ordenado, destartalado, como la Europa mía. El único propósito de este día de Sol suave, que permite una tranquila alternación de vestimentas livianas, es encontrar traducciones a lenguas romances de Rabindranath Tagore. Miro en los ojos de mi amigo y me pregunto por qué se lo está pasando bien ante una tarea que a un veterinario quizá resulte aburrida y excéntrica.
Encontramos casi todas las librerías de viejo en Diputació, calle paralela a Consell de Cent, donde Garmor ya se ha sumergido en su trabajo en El País, en cuya sede catalana yo también trabajé, cuyas calles que la circundan hemos marcado con noches de fiesta, paseos en busca de restaurantes japoneses a las dos del mediodía, puntos de encuentro intelectual y descanso físico para volver a nuestras obligaciones laborales.
Entramos en una librería. ¿Tenéis libros de Tagor? Lo miran en la base de datos, algo impensable en la indomable India, y me sacan primeras ediciones de las traducciones de Zenobia y Juan Ramón, primeras ediciones de las traducciones en catalán a cargo de Ventura Gassol y Josep Carner i Ribalta. También conseguiría, al final, una primera edición de la traducción francesa de Gitanjali, cuidada por el escritor francés André Gide. El hallazgo de estas delicias me embarca en una insondable melancolía de mi cultura: de un continente, Europa, marcado para siempre por su deslumbrante pasado, cuya misión más importante es preservar su legado cultural y evitar el suicidio intelectual en marcha.
Me llena de joyas saber que Fran me acompañará donde yo quiera, que este día es mío, que quiere escuchar todas mis historias indias, mis amores inflamados, mis manías insoportables. El Sol se cae y de nuevo me reúno con Fran tras la cena. Vienen Betis, Jorge y Santo en el canijo, el coche uruguayo, para desde El Prat volar en máquina hacia el mar de la Barceloneta. Allí se nos une Garmor, que viene del otro lado del cinturón rojo -¡qué convergencia la nuestra, qué lanzamiento prometedor hacia el futuro desde nuestra posición humilde, excéntrica!- y las bromas y risas se suceden sin descanso, de modo que cuando una ha pasado a mejor vida, la otra la barre y la hace crecer, como las olas del mar que baten a nuestras espaldas.
Pocos días más tarde llego a la Granada mora, ciudad de inefable fuerza telúrica, fogonazo amarillo del tiempo. Visito durante dos días a mi abuela, que ha llenado la nevera de víveres y ha preparado cuatro platos de arroz con leche: tardaría como poco una semana en terminármelo todo. Y al despedirme: “Un día, otro día, una noche, otra noche. Siempre sola. Ay, dios mío. Yo le rezo siempre a San Antonio para que te cuide. Tú descansa, que estás muy delgado, tienes que estar en casa, en tu casa y descansar, comer, descansar y comer. Y un día y otro y otro y siempre sola, sin nadie que me quiera ver. No, no dejes la llave por fuera; cógela y cuélgala ahí, cierra con fuerza. Hoy ya no vendrá nadie más”.
Mis primos me sacan en coche del pueblo de nuevo hacia la capital de Granada, bordeando el litoral mediterráneo, como siempre. Nuestra actitud intelectual ha sido siempre una línea sinuosa mordiente con el mar, tangente y paralela, bailaora. Pienso en la tristeza de mi abuela, en la soledad y la nostalgia, y me pongo en la cabeza que la costa del Sol está muy cerca.
Cuando, tras las tapas y la observación de la vida andaluza, llego en tren a Madrid, el cielo se ha enmarañado. Miro el poderío continental de la capital, las banderas españolas altas y me digo que Barcelona me gusta más, pero Madrid también, ya está marcada: la sede de la Agencia Efe en Espronceda, los paseos por Sol buscando un póster de Joaquín Sabina para mi amigo indio, los descabalgos nocturnos con mis viejos amigos de Santander… España está signada con recuerdos deseados y deseantes, sembrada con mojones de agitación interior.
Todos me ayudan: me llevan en coche, me ofrecen alojamiento, me sacan de compras; soportan mi inquietante tranquilidad. El avión sale a Moscú, donde espero el último vuelo fumándome lo último que me queda de Madrid: un puro. Las desvencijadas alas del Tupolev ya están listas para el despegue hacia la India, tierra de la representación mito-práctica, del desconcierto templado. Al pisar el suelo de Delhi, repaso la cartografía europea, domesticada para nuestros paseos, para poder recorrerla a pie, y me cargo de nueva energía para escalar el indomable sur de Asia, que se me ofrece en forma de una Amazona de cabellos largos, soñolienta, que me hace el amor para recordarme que mi sitio no está en la India o España, sino en el centro de la experiencia fenoménica.