La India vota: imaginación y descenso

“En la India, el ‘bhakti’ o lo que podría llamarse el camino de la devoción o del culto a los héroes desempeña un papel importante en su política, incomparable en su magnitud al que desempeña en cualquier otro país del mundo. El ‘bhakti’ en la religión puede ser la vía hacia la salvación del alma. Pero en la política, el ‘bhakti’ o el culto a los héroes es una vía segura hacia la degradación y la dictadura”.

Corría el año 1949. Faltaban dos años para la celebración de las primeras elecciones en la India, que se había independizado de la Corona británica en 1947 tras un proceso traumático de partición que desembocó también en la creación de Pakistán. El líder de los ‘dalit’ o intocables, B.R. Ambedkar -artífice de la Constitución-, advertía sobre la extraña forma que podía tomar esta nueva democracia, sobre cómo su “gramática de la anarquía” podría no contribuir al lenguaje de los derechos humanos y la separación de poderes. Ha sido precisamente este culto a las dinastías el que ha degradado la democracia india en las últimas tres décadas, aunque el pronóstico del descenso al autoritarismo (del que se han hecho eco durante años británicos, franceses, estadounidenses, incluso indios) no se ha cumplido. Los indios abrazan más que nunca la figura demiúrgica de los Gandhi, los arrebatos de santos hinduistas, el dólar y la rupia como tótem; siguen sin levantarse de la extrema pobreza, asisten sin oposición a la corrupción masiva del sistema, grandes violaciones de los derechos humanos siguen perpetrándose en nombre del sistema de castas. Es poco, pero hoy sigue la democracia: la única capaz de dar dignidad a la India. Así al menos pienso yo: no sólo es el mejor sistema, ahora con inmensas fallas, sino el único posible. El que debe echar una mano para que la India se deshaga de sus miserias sin sacudir su psique, aunque sea a velocidad de rickshaw, inapreciable para nosotros los occidentales, acostumbrados a los porsches y los ferraris.

Ya en los comicios de 1952, en los que barrió el Partido del Congreso de Jawaharlal Nehru, se vivieron las increíbles escenas de la democracia india: miembros de la Comisión Electoral montando mulos durante cinco días para poner colegios electorales, campesinos caminando durante horas para ir a votar, buques para cargar urnas y llevarlas a los lugares más remotos (India after Gandhi, Ramachandra Guha). Y denuncias por irregularidades: una de ellas por la presencia de anuncios electorales en un radio de menos de 100 metros alrededor del colegio electoral, quizá inevitable, porque era una vaca pintada cuyos movimientos los indios jamás se atreverían a restringir.

El jueves la India empezó a votar: la cosa durará casi un mes. Para que los 714 millones de desorganizados indios llamados a las urnas ejerzan su derecho a voto, de nuevo se ha llevado material electoral en lo que ha hecho falta: helicópteros, elefantes, caminatas por las montañas…

Esto nos encanta, nos fascina: queremos ver en ello un entusiasmo democrático sin límites. Pero a todos los que nos interesa la India nos ha asaltado la duda de si el país sería menos pobre, más justo, con otro sistema.

Recordemos, en primer lugar, que la democracia no fue implantada en la India por una potencia extranjera. Fue empujada por sus líderes que, claro, bebieron en la tradición occidental para inspirarse en un modelo para su país. La comunidad internacional, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, ha vaticinado en numerosas ocasiones el decenso a la dictadura, algo que no estuvo tan lejos con Indira Gandhi en 1975. ¿Vaticinado o deseado? En el contexto de la Guerra Fría, las prioridades eran evidentes; la democracia no era una ventaja para ganar aliados.

Y hoy la India sigue en su desgarro tranquilo, insistiendo en sus injusticias. Pero se ha constituido como un modelo político admirable, al menos en sus cimientos: un país viable integrado por bengalíes, tamiles, marathis, punjabíes, musulmanes, hindúes, jainíes, cristianos, con una conciencia general, más o menos discutida por los separatismos, de pertenecer a un proyecto común. Sí, el mantra de la diversidad cultural, otra vez. ¿Por qué no? ¿No es éste el Estado multinacional que desean los europeístas para su continente? ¿Dónde se extravió la ingenuidad de la Humanidad?

La estabilidad institucional de la India es la marca más positiva que ha dejado la democracia. No ha servido para acabar con la pobreza, la corrupción, las masacres, la hambruna. ¿Estaba llamada a ello? Quizá. ¿Los comunistas chinos han hecho más por sus pobres pese a no garantizar las libertades civiles? Quizá. Pero creo que corresponde al pueblo y a los líderes políticos y empresariales de hoy llenar de contenido lo que un día Nehru y una clase dirigente generosa creó. La democracia ha puesto las hojas de palmera: ahora los campesinos, los santos, los poetas devocionales del ‘bhakti’, las mujeres envueltas en saris o con tejanos, los jóvenes inclinados hacia Occidente o metidos en su circular cultura, deben escribir en ellas.

Y nadie dijo que escribir una novela sea una tarea fácil.

Un peldaño en “La India vota: imaginación y descenso”

  1. Anonymous says:

    Al escribidor:

    Nadie dijo que una novela sea fácil. Resulta más fácil dejarse sobrepasar por las palabras y que nos lleven a dónde ellas quieran: un lugar denso y sin sentido, con palabras con pretensión de grandes, a las que cuando se les da la vuelta, como se le da a un calcetín, sólo muestran una trama que se rige por las leyes de la gramática y nada más. Palabras que pretendían sonar y dicen nada sin decir nada.
    Palabras que nos arrastran sin remedio, a la deriva, a la espera de poder gritar ¡tierra a la vista!

    Me siento como quien recién despertado abre los ojos y no le queda más remedio que cerrarlos: en el mundo real es de día y la luz ciega. Paso del tiempo, parpadeo, ojos que salen de la oscuridad donde todo es posible y se dejan llenar de luz. Luz que todo lo inunda mostrándolo tal como es. Una luz blanca, cenital con el modelo de la objetividad como marco de lo inalcanzable.
    Nadie dijo que una novela sea cosa fácil. Se empiezan miles. Cada frase que sale de nuestra boca podría ser un buen comienzo y en eso se queda: un podría ser suspendido en la distancia que media de una boca a cualquier oído. Y olvidada y arrastrada sin remedio.
    Lo malo de las novelas es cuando lo único que esconden es nuestra necesidad de liberarnos de nuesra verborrea y poco más… quizá como este mismo comentario.
    Aunque ha de constar que yo sólo soy una enviada especial en un terreno que resultó no ser hostil.

    Ginebra

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