Pakistán o la teoría del mosquito
Mis últimas vacaciones, de diez días, las empleé en la relectura de un libro: Pakistán. No había estado allí desde enero de 2008, después de que mataran a Benazir Bhutto. Los periodistas extranjeros viajamos entonces a una Islamabad nevada y llena de estupor por el asesinato de su líder más populista y anticastrense. Era también una ciudad rebosante de excitación democrática ante la llegada de las elecciones, aunque esto cae, como siempre, en el terreno de mis intuiciones, siempre desubicadas.
Vuelvo en mayo de 2009 para visitar a mi amigo y corresponsal de la Agencia Efe en Pakistán, Igor G. Barbero. Noto que el país no ha cambiado su discurso de fondo pero que ahora hay una nueva saudade política: el enésimo desencanto con las instituciones y, sobre todo, el desconcierto ante la necesidad de posicionarse ante el integrismo islámico. Esta desorientación es clave porque está en el mismo corazón de la identidad de Pakistán, que había nacido reivindicando ser el hogar para los musulmanes del sur de Asia pero, también, una entidad que hacía alarde de un cierto Islam moderado y de un respeto teórico hacia las minorías.
Igor ya es un paquistaní, si es que no lo era antes: insiste en que me levante a la misma hora que él, que debe empezar pronto su jornada laboral. Intento hacerle comprender que el hecho de que su día comience no significa que el mío haya empezado también, pero es inútil, porque ve algo de inmoral en que se me peguen las sábanas en mis vacaciones, periodo en que sólo quiero dormir, soñar, escribir y fantasear.
Me engaña también para que me quede algún día más en Islamabad para poder ver juntos la final de la Copa del Rey -él es del guerrero Athletic, yo del lírico Barça- y me convence. Al final no podemos ni escucharlo por la radio: tenemos que llamar a su madre por teléfono para que nos ponga la correspondiente locución, que escuchamos en manos libres cuando Bojan ya había marcado.
Intuyo que Igor tiene razón en algo, porque son de nuevo esos días en que, pese a no estar en mi puesto de trabajo, me empujo hacia alguna exploración fruto de mi condenable tendencia a mezclar las obligaciones laborales con el tiempo libre. Así que intento no levantarme muy tarde, le suplo un día y él me consigue una entrevista con el portavoz militar de Pakistán, Athar Abbas. Escribo cosas con la nostalgia del paso del tiempo y el recuerdo de que, en la India, las fuentes son inasibles. En Pakistán todo el mundo quiere hablar; en la India hay un extraño desinterés por la comunicación directa y un rumor laxo de unión de fondo.
Conozco, sin saberlo, a la hija de Raja Tridev Roy, que habla un perfecto español. Son de la tribu chakma de Bangladesh y ello despierta mi interés bengalí. En efecto, Tagore decidió preciosos nombres para varios miembros de la familia: Rabindranath aparece también en Pakistán. Visito la casa a invitación de Trivini y conozco a su ilustre padre, amigo del difunto Zulfikar Alí Bhutto. Roy departe de forma sencilla y bondadosa, sin olvidarse de citar a literatos de habla hispana vista la nacionalidad de su invitado.
Aunque el encuentro más divertido tuvo lugar un domingo. Lo organizó Igor. Llamó a un punjabí que se dedica a acompañar a periodistas a las zonas de conflicto a cambio de un pastón que nosotros no nos podemos permitir, y a Pir Zubair Shah, un periodista que trabaja para el NYT y que pertenece a la misma tribu que el líder de los talibanes paquistaníes, Baitulá Mehsud. A la cena, celebrada entre ragas sufíes, Pir acude con otros dos pastunes. Debo recordar que el equipo del NYT que cubre Pakistán y Afganistán, en el que está integrado Pir, ha ganado un Pulitzer, así que, pensamos, sólo nos queda escuchar.
Uno de ellos dice llamarse Abdulá Mehsud y sólo responde cuando le requerimos en urdu. Lleva la vestimenta típica paquistaní (shalwar kamiz) y una profusa barba islámica. El otro va vestido de civil -perdón por la licencia- pero es el que consigue la condecoración de personaje revelación de la velada. El civil, también de Waziristán, señala de repente a un minarete. “¿Qué es eso?”, nos pregunta. Dudo, perplejo, entre dos respuestas: “minarete” o “mezquita”. Se adelanta Igor, que apuesta por la segunda: “It’s a mosque”. Sus palabras son, a mi juicio y espero que también en opinión de los lectores de esta bitácora, tautológicas. Pero no para nuestro comensal: “No, eso es lo que decís vosotros los extranjeros, eso es una masjid“, la palabra árabe para el templo islámico, también usada en urdu. “Los extranjeros decís mosque, que viene de mosquitos, porque queréis decir que es un sitio repugnante”. Se equivoca, claro, pero me siento un poco culpable porque al fin y al cabo esta locura etimológica probablemente se debe a nuestra alteración fonética (‘j’ por ‘k’) de la palabra original, que luego ya pasó a otras lenguas, entre ellas el inglés.
El auditorio se agita entre llamadas al resurgimiento del nacionalismo pastún -el punjabí parecía retraído- y a la defensa ardorosa del Islam. Igor, que es un primor, apaga el fuego con su bondad. Yo me veo tan incapaz de decir algo bueno sobre el integrismo religioso que me dedico a servir comida y bebida a los comensales, algo que lleva al ideólogo de la teoría del mosquito a considerarme, de forma ya irrefutable, una buena persona.
Pir insiste en que quiere ligarse a una holandesa de raíces italianas que Igor y yo conocemos. Esto parece mucho más interesante para todos los paquistaníes, aunque los españoles insisten en preguntar sobre talibanes y bombas. Y Pir se lamenta: “Mira, el territorio es fácil de conquistar, lo sabemos nosotros los pastunes. La tierra se barre -dice mientras dibuja con los brazos una enorme extensión asolada- y punto. Pero esto es mucho más difícil. Se trata de conquistar cuerpo y mente”.
Todos ríen, quizá tras repasar sus proyectos amorosos -más o menos imperialistas o poéticos, inocentes o desvergonzados, sinceros o malvados- en Barcelona, Waziristán, Bilbao, Lahore, Madrid, Islamabad, Berlín; Delhi. Nos vamos a casa: Igor está como siempre muy preocupado por el futuro del país en el que vive. Por una idea nacional ya totalmente deshilachada que nunca ha convencido a nadie; quizá aún menos a las numerosas etnias que habitan en Pakistán. La mística del sufismo, la poesía en urdu y el liberalismo retroceden: avanza en desorden un integrismo amoral y desintelectualizado que pocos comparten pero que no todos están dispuestos a rechazar.
Pero seguimos con amor hacia Pakistán por sus generosas gentes, su pronunciación suave, sus mezquitas pensantes. No se me va el olor a Pakistán porque allí sigue Igor, hablando cada día conmigo para dirigir en un sentido u otro las lanzas de la información, constatando a diario la entrañable desorganización de un pueblo que te miente y te saca de quicio, que te promete e ilusiona.
Entra en mí el desasosiego porque todos los países del sur de Asia, sin excepción y en especial Pakistán, deben definirse a partir del modelo de la India. La idea india está en la brisa lenta de las mezquitas paquistaníes, donde los fieles se postrán ante Alá; en las pagodas de los templos hindúes de Nepal; en los puntos sagrados del budismo de Sri Lanka; en los rickshaws de mil colores de Bangladesh; en los sueños y las televisiones de los afganos; en el sustento de la monarquía de Bután. Para gozo de unos y sufrimiento de otros, está presente en todas las mentes surasiáticas como algo sobre lo que hay que formarse y opinar.
Pero imagino mil veces que cruzo la frontera por tierra, que me adentro de nuevo en Pakistán. Doy gracias a Igor, susurrando, por su enorme esfuerzo por informar cada día y, de forma un poco más egoísta, por contarme cada día los cotilleos políticos, el movimiento de los días, los sueños rotos o las nuevas ilusiones del pueblo paquistaní. Llaman a la oración musulmana en Nisamudín; lo escucho desde mi ático.
Maisán: desde Delhi siento que Pakistán y la India son la misma sangre.
Fumando en una terraza ante el inmenso mar se le lee Escribidor. Se le hace un hueco en la noche.
Y se celebra con enomre satisfacción su voluntad creadora.
Me fijo.
G.
Idóneo escenario para su lectura, Ginebra. La idea del Mediterráneo me trae una nostalgia terrible.
Abrazos,
m
Por regalar al sureste asiñatico la natural humanidad del hombre mediterráneo. Por saber ser Pla lejos del Ampurdán. Por buscar lo universal en la palabra y en el gesto, la paz. Por todo ello: grande, Morgar.
Garmor.
Garmor, esta mañana me he levantado, me he tomado el café y ha llegado 'El País' del sábado, con el Babelia. Voy a buscar ahora tus artículos.
Te lanzo este brumoso pensamiento, el de tu diario en la India, y una sugerencia menos inocente: quizá Escalera sea buen escenario para anunciar la vuelta al ruedo de tu bitácora personal.
Abrazus,
morgar