Lo que diga la luna
Sabemos de las competiciones de poesía en la Grecia clásica, dels Jocs Florals o de los concursos en los que participaban los trovadores. Algunos de los textos que han quedado de génesis oral, alterados con el tiempo, nos sorprenden por su enorme complejidad, fruto sin duda de la lucha por elaborar lo más oscuro y difícil sin ningún otro tipo de consideración estética. Gloria y culpa del tierno precapitalismo. La presunción y la voluntad de confusión han llegado hasta nuestros días; la fiesta literaria está muerta.
¿Pero qué sabemos de la India?
La lectura del segundo volumen de A History of Indian Literature (Sisir Kumar Das, editado por la Academia de la India) me ha dado algunas respuestas. El motivo de que se conserven detalles tan jugosos de esta poesía lúdica es que la imprenta, con una implantación dispar, llegó a la India a principios del siglo XIX. Las lenguas de más prestigio, por entonces, eran el sánscrito y el persa, aunque también, en menor medida, el urdu e incluso el árabe. Uno de los pensadores más modernos de la India, el reformista bengalí Ram Mohan Roy, padre del llamado Renacimiento de Bengala, escribía en árabe e inglés. Esta última lengua comienza a penetrar en el subcontinente durante estos años y gana prestigio sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Con todo lo que ello comporta: las ideas y la literatura de Occidente sobre el pasado cortés mogol y el mistificado poder de la lengua sánscrita. De esta tensión nace la modernidad india, a diferentes velocidades en según qué lenguas, como ciclistas haciendo la goma, aunque el resultado es que el pelotón lingüístico alcanzó la meta y algunos de ellos se pasaron de largo, o sea, se metieron en la posmodernidad.
La poesía oral ya está casi muerta pero, debido a estas circunstancias históricas, tuvo una bella intervención en la modernidad india. Todavía en Bengala la poesía no puede ser concebida sin la música; lo más celebrado de Tagore no es Gitanjali o sus últimos poemas sino sus canciones -de hecho en Gitanjali hay canciones y esto no se ha tenido en cuenta en su recepción-, que aún suenan en bodas o estadios de críquet. Hace un par de años estaba prevista la actuación de Shah Rukh Khan, la estrella de Bollywood, en Calcuta, pero tuvo que suspenderla porque era el cumpleaños de Tagore y lo único que querían escuchar eran las canciones del gran poeta. Qué bella victoria popular de la cultura sobre el espectáculo, dos cosas diferentes e incluso antagónicas que en nuestra era se pretenden identificar con teorías sociológicas.
Me desvío, hablemos del centro. La variedad y profusión de competiciones poéticas, en un pueblo tan juguetón como el indio, debió de ser inabarcable. Aquí hago referencia a algunos bien documentados: el satavadhan y el astavadhan, ambos bajo la etiqueta de avadhanam. Se originaron en el siglo XVI en las zonas de habla telugu, más o menos el actual estado indio de Andhra Pradesh, donde, para orientación española, llevó a cabo su labor humanitaria Vicente Ferrer en la segunda mitad del siglo XX.
Como se alargaron hasta principios del siglo XIX, nos han quedado detalles de estas competiciones que arrojan luz sobre el ser indio y su significado. Recojo esto del libro antes citado. En el astavadhana (se puede escribir también así), ocho académicos se sentaban alrededor del poeta y le pedían que escribiera poemas de diversa métrica y tema. Pero también le exigían que evitara determinados sonidos y letras o le pedían “cualquier otra cosa irrelevante”. Todo ello aderezado con crueles distracciones al héroe lírico, como hacer sonar una campana y que el poeta contara los campanazos. En resumen: un auténtico circo literario para poner a prueba la memoria, la habilidad y el nervio lírico del creador. Pura potencia muscular, sprint de la letra, desprecio por la carrera de fondo y la resistencia. Alborozo.
(Todos hemos probado algún juego así, aunque sea en soledad, ¿no? Recuerdo que de adolescente subía el volumen de la televisión para ver si podía concentrarme en un tratado de filosofía.)
Hay otros juegos menos complejos, como el kabir ladai (batalla de poetas), en la que dos grupos, cada uno encabezado por un poeta, se reunían en un palacio bengalí o en una mansión. Los dos equipos componen una canción con ideas contrapuestas a la de su rival, algo por otro lado muy coherente con la esencia de este pueblo en el umbral entre Oriente y Occidente.
Estas acrobacias verbales hacían las delicias de las clases pudientes y el pueblo de la India. Contribuye a ello su auténtica pasión por la desordenación de la realidad o, mejor dicho, por el puro lío. Todavía hoy se entretienen en la construcción de un tejado como si allí se estuviera decidiendo el destino de la Humanidad, dándose turno en sus impertinentes parlamentos sobre cómo llevar a cabo la tarea, midiendo soberbias, intentando implantar jerarquías, jugando y humillándose.
El libro no dice nada sobre esto, pero seguro que eran muy tramposos. Seguro que los académicos que daban campanazos traían otros objetos metálicos y luego le decían al poeta que lo que había contado eran sonidos de platillos y que había perdido.
Me gusta pensar que el poeta desmontaba falacias, defendía su labor, elaboraba siempre una métrica exacta, no cedía a la mentira y, tras la injusta derrota a manos de unos sabiondos sedientos de humillación, volvía a su humilde morada llorando, angustiado por las exiguas paisas (no tengo ni un real; paisa nahi he) que le ofrecía su patrón, pero firme en su voluntad de crear. Y me imagino que la pandereta india, iluminando su camino, le intentaría convencer sobre su indiscutible victoria emocional.