Lo que diga el sol
El miércoles por la mañana un eclipse de sol asombró a Asia. En Delhi todo el día se desenvolvió de forma correspondiente: en una resplandeciente luz negra palpitando entre nubes como manos calientes, que dio paso a un atardecer pintado inequívocamente por Paul Klee, de colores pensantes y débiles estampados en su momento de mejor expresión, o sea, en su pleno desfallecimiento.
Que los dioses se hayan tragado al sol durante unos minutos causa a los humanos cierto desconcierto existencial y, por la misma regla religiosa, un constante deambular y una inconsistente intermitencia mental. También viajes de los cadáveres al pasado y una nostalgia de la génesis. La luz alteró a los indios y todos me parecían Pessoas con sombrero que al fin habían reunido el pensamiento con la emoción, aunque quizá este escrito nublado sea la prueba de que soy yo el que ha recibido una influencia negativa de los movimientos astrales.
Antes del eclipse ya percibí cierto desencaje, difícil de clasificar cuando uno se halla en la India o en Granada. El lunes Hillary Clinton dio una rueda de prensa en Delhi para cerrar su amable visita a la India, país primordial para Estados Unidos en su estrategia en Asia para el presente siglo. Como siempre que viene un mandatario extranjero, la rueda de prensa es en la casa de Hyderabad, justo en la gran rotonda de la Puerta de la India, memorial diseñado por Lutyens y de clara inspiración imperialista, empeñado en empequeñecer al individuo y destacar su desventaja respecto al poder. En un patio del edificio gubernamental, espero durante horas a que Clinton se haga las fotos; aparece con un traje blanco impoluto y miro mi camisa a cuadros, empapada por este extraño calor del monzón que nos deshabilita para la acción. Hablo hindi con algunos periodistas indios para que me hagan caso y lo consigo a medias: el más caluroso de ellos, un fotógrafo, me da su visión sobre la poesía en hindi durante la segunda mitad del siglo XX, en un elegante esfuerzo de síntesis que desaprueban sus compañeros, huidos como cuervos para beber agua y no escuchar palabras alejadas de su sensibilidad, que es la del tranquilo tránsito. Luego subimos a la sala de conferencias y todo transcurre sin pulso, adormecido pese a que la rueda de prensa se retrasa más de una hora. Los jefes de prensa indios e incluso los guardas fuman en la terraza: yo también y veo Delhi apagándose. Pasa por mi lado el fotógrafo. No me saluda. Al acabar la comparecencia, todos nos lanzamos de forma animal contra el jefe de prensa, que guarda la declaración conjunta EEUU-India que los reporteros ansiamos, como si fuera el documento que validara la realidad de una tarde mortecina.
Más días atrás envié finalmente un paquete a China. Un amigo que vive en Pekín compró unas cremitas cosméticas que me envió a mi domicilio en Delhi para que yo se las remitiera. Trámite fácil en apariencia que desembocó en odisea. En la oficina de correos me indican que no puedo enviar la caja de cartón sin que vaya acolchada y me invitan a visitar un mercado cercano. Descubro finalmente que el procedimiento oficial consiste en que un sastre teja un estuche de tela blanca para el paquete. Lo hace con una maña que me enternece y me hace recordar todas las industrias, los oficios artesanos y liberales: el Alfanhuí de Ferlosio. Vuelvo a la oficina de correos y envío la obra de arte a China. También una sentida carta a mi maestro por instruirme en la poesía.
Más adelante, después del eclipse, pienso constantemente en un episodio que sucedió hace casi un año. No sé por qué me viene ahora a la cabeza, pero me sorprende su persistencia, que finalmente achaco a la humillación solar. Mi amigo Manoj y yo salimos una noche de primavera a un bar de Delhi. Nos acompaña una de sus amigas italianas. No recuerdo su nombre. Nos bajamos del coche y hablamos con el guarda de seguridad. Durante horas. No llegamos a entrar en el bar. Aparta el rifle y nos explica en hindi su frustrada historia de amor, que Manoj nos va traduciendo. Es un chatria -segunda casta en el sistema- y se había enamorado de una intocable. Su familia hizo imposible el matrimonio y finalmente se casó con una india de su casta, con la que tuvo hijos. Ya no guardan contacto, pero asegura seguir enamorado de la intocable. Le pido a Manoj que le pregunte si se escaparía con ella si la encontrara. “Che bella domanda!”, exclama nuestra acompañante. Lo que viene es mucho mejor: mueve la cabeza hacia un lado -sí- y los tres celebramos la afirmación con alborozo, llamando la atención de los transeúntes. Pero… ¿y si tu hija se quisiera casar con un intocable? No, no, eso no. Y reímos decepcionados, conscientes de haber aprendido algo, batidos por nuestra inocencia.
El sol ya parece recomponerse de los mordiscos que le han dado. A medida que las mandíbulas batientes se alejan en el espacio, aprovecho para leer a Jibanananda Das, el poeta bengalí más reconocido tras Tagore. Se le considera el poeta moderno de Bengala, algo con lo que no estoy de acuerdo: él es el inicio de las vanguardias, Rabindranath fue quien envasó en sus obras todas las contradicciones de la época moderna india. Das mece más a mi sensibilidad; sus poemas me gustan mucho más. Leyéndolo me resucito, me acuerdo de mí, se reaniman mis constantes literarias: la imaginación puesta al servicio del significado, los enigmáticos movimientos del mundo, la caída luminosa, la sombra, el símbolo, los labios cruzados. Buceo con él, porque describe el nacimiento de los sentimientos en lo que yo también considero su cuna: los mares nocturnos. Se cuela en mi mente uno de mis primeros versos -”escribir es un romanticismo”- y compruebo su validez cuando acudo al poeta indio para que ponga en palabras lo que es evidente ante mis cansados ojos en este jardín de Nisamudín: “Toda la belleza del mundo / se desenrolla sobre la hierba”.