Lo que se juega la India
Faltaban pocos días para que empezaran los Juegos de la Commonwealth en Delhi. Se había derrumbado una pasarela, los casos de dengue seguían aumentando, el monzón no se cortaba, los deportistas extranjeros se quejaban de su villa: la ciudad era una enorme momia entre cuyas destensadas vendas asomaban las heridas infectadas, las pieles muertas; la imperfecta verdad.
Arrancaron los Juegos y continuó el sonrojo (estadios vacíos, nadadores con gastroenteritis), pero estos días son los más preciosos del año. No son el nuevo metro ni las carreteras asfaltadas para la ocasión las causas del bienestar general, sino la luz del otoño indio y el errático movimiento popular: el pulso secreto de siempre.
Poco antes de que empezara el evento, una sentencia judicial sobre la tierra sagrada de Ayodhya, aparentemente salomónica, dio satisfacción a los grupos hinduistas. De las ideas de Nehru a las apelaciones a la justicia divina de uno de los magistrados hay una línea histórica que, cada vez con más firmeza, apunta a un cambio de la idea de la India: de un Estado que se rinde a su diversidad de forma imparcial y generosa para definirse, a un árbol de tronco hindú, ramas islámicas y hojas budistas, cristianas o jainíes.
Me parece que los Juegos de la Commonwealth ejemplifican que cada vez que la India saca pecho como potencia económica, cada vez que levanta la mano para entrar en un grupo que aún está muy lejos de sus coordenadas, se destapan sus peores vicios: la hipocresía con la que trata a sus pobres, la prepotencia con la que alecciona, la injusticia que dispensa a diario. El encuentro del crudo y pasional materialismo indio con el instrumentalismo occidental me causa un profundo desasosiego.
Mientras se continúa escribiendo la narrativa del milagro económico indio, de discutible verosimilitud, las ideas políticas y culturales que fundamentan la India independiente sufren una falta de nuevos alimentos. La fenomenal crisis de identidad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, en la que esta civilización absorbió conceptos occidentales con paladar indio, ha dado paso a una nueva era de parálisis de las ideas, enterada más o menos de dónde viene pero convencida de que su edificio ideológico no necesita más trabajo.
Ésta es una visión parcial, seguramente injusta; quizá sesgada. La escribo desde uno de mis prejuicios imperdonables: la palabra y la reflexión es lo que nos constituye. No es lo que nos da felicidad, pero como diría Kant, es lo que nos hace dignos de ella. No es sinónimo de prosperidad o éxito, sino de identidad e imaginación. Lo humano, lo fiado a la intuición. En mis últimos días en Delhi, no son las nuevas estructuras -tan irrespetuosas con una arquitectura verdadera- ni las exhibiciones financieras la que se graban en mi recuerdo. Es el terrible conflicto que carga el frágil individuo con pasmosa vacuidad, la intervención de la luz, las cosas improvisadas. Es el intervalo indio: a la espera del dinero o el juego, millones de personas que no conocen a Machado se pasan el día buscando a dios entre la niebla.
Morgar, qué excelente artículo; en unas pocas líneas me pomngo al tanto de lo que podría estar ocurriendo en las entrañas de esa tierra tan diversa y, aunque popular hoy pot hoy desde los comentaristas financieros y los medios, en realidad tan lejana y desconocida. Por otro lado, me llena de tristeza y una cierta desazón la manera en que tu texto plantea la fragilidad de escaparate de esa complicada armazón que recubre a la India. Me cuesta trabajo pensar que, finalmente, no hay muchas esperanzas y no sólo eso, sino que lo que fue luz del pensamiento, fuente caudalosa de ideas, poesía, música, capital cultural enorme pues, se encamine ahora a ser no más que sus sólos restos.
¡Saludo!