Las apariencias afganas
Me lo pasé muy bien en Afganistán durante mi última visita: las dos últimas semanas de julio, con la excusa de cubrir la Conferencia de Kabul, un evento diplomático. ¿He dicho Afganistán? Sería más correcto decir Kabul, porque estuve dos semanas en un hotel sin salir de la capital, algo para lo cual no tenía tiempo ni luz verde; soy un mal periodista. Numerosas entrevistas a las que acudí con cámara de fotografía, de vídeo, trípode, grabadora, libreta, bolígrafo y lo que se me olvidó en el hotel. Hago un análisis de mis fuentes consultadas: la mayoría son de las autoridades afganas, de la ISAF, de la ONU, salvo unas crónicas sobre las víctimas de la guerra, los medios de comunicación afganos y la educación. ¿Y qué me han contado? Más de lo que me esperaba; menos de lo que el lector necesita. En algún momento sentí el placer fugaz de que estaba escribiendo con cierta profundidad, esperanza evaporada por la certeza, bien establecida, de que contar Afganistán y sus guerras sin acudir a la información de dominio público es patrimonio de los admirables corredores de fondo.
Esos artículos quizá sean a la profesión lo que Kabul a sí misma durante el día de la Conferencia. Vida sin velocidad, prerrogativa para los diplomáticos, pacientes almas afganas en retiro. Otras veces, al levantar la mirada, la fuerza telúrica de las laderas de Kabul me evocaba el litoral de Granada, aunque los invernaderos se habían transformado en torres de control. Esta vez todo, también las extrañas presencias, me parecían una elegante saudade andaluza de hábito y resignación. Espero que tal alucinación se deba menos a mi estado mental que a la imposible reacción intelectual al ejercicio de paciencia de cientos de miles de kabulíes aquel 20 de julio. Todo se deshizo, obró la deconstrucción. A mí me pareció que fue un evento montado para dar credibilidad al presidente Hamid Karzai, después de que las potencias extranjeras se hayan pasado dos años sopesando cambiar de caballo y hayan concluido que esto es imposible. Pero muchos afganos, días después, guardan una buena memoria de la Conferencia, porque se movió en el cauce del discurso político y no hubo atentados, algo que la prensa esperaba. Me hicieron entender el valor de que una declaración pública, pese a ser hipócrita, tenga cierto vuelo en Afganistán, porque esquiva, al menos por un día, el monopolio de los hechos dolorosos.
Me traigo a Delhi algunas impresiones; difícilmente ideas de fondo. La destitución del general Stanley McChyrstal como comandante en jefe de las tropas extranjeras y los Wikileaks afganos han sido fenómenos apasionantes porque, al contrario de lo que se piensa, esconden mucho más de lo que muestran. Lo de McChrystal aún es la comidilla en Kabul, pero al menos entre los periodistas parece haber suscitado más sentido del humor (bite me, Holbrooke otra vez no, etcétera) que suspicacias. Se acepta sin más que fue traicionado. Pero otras fuentes sí me han insinuado hipótesis que habíamos barajado en Eurasian Hub. Que lo montó todo para que Obama descartara destituirlo y tener así las manos libres para controlar la guerra. O que directamente quería ser despedido para no ser recordado como el general que perdió Afganistán, pero con una táctica pensada para que fueran otros los desacreditados y no él. Hay mucho más que analizar, sobre todo en relación con Hillary Clinton, que sale muy bien parada en el ya mítico reportaje de Rolling Stone.
Sobre Wikileaks, resulta extraño que 92.000 documentos militares clasificados arrojen tan poca luz sobre los abusos bélicos y tanta sobre el papel de Pakistán. Más que luz, un gran dedo acusador, porque aparecen los mismos nombres de siempre del ISI (por ejemplo, el retirado Hamid Gul). No hay nueva información sobre la evolución estratégica de los servicios secretos paquistaníes en los últimos tres años, sino casi propaganda disfrazada de documentos oficiales. Que esto se produzca en plena crisis de las relaciones entre Estados Unidos y Pakistán y con el llamado proceso de paz recién arrancado en Afganistán resulta sorprendente. Pero tocar a Pakistán es imprescindible para cambiar las cosas.
Octavio Paz, embajador de México en la India durante la década de 1960, dijo que el pueblo afgano era uno de los más elegantes que había visto. Aún se advierte, pero de forma melancólica, como si algo hubiera sido arrancado. Fíjense en estas maravillosas fotos de las décadas de 1950 y 1960. Ahora uno puede buscar las esencias en un traje occidental, una capa, un karakul (sombrero de piel de oveja), los shalwar kamiz dignos, las mujeres en burka con zapatos de tacón, pero son fantasías. Tres décadas de guerra, fomentadas por los vecinos y las grandes potencias, han devastado la cultura y el pensamiento de Afganistán. Existían: se huele por todos lados, desde la arquitectura hasta la poesía, ahora inexistente. Por cierto, tengo una antología bilingüe del gran poeta pastún Rahman Baba. Es muy divertida: al parecer es norma en la poesía pastún escribir el nombre del autor en el penúltimo verso, a modo de declaración (“así lo digo yo, Juan Ramón Jiménez / …”).
La nueva cultura afgana es el honor, traído del código pastún de forma caricaturesca, la tolerancia a la violencia, la conciencia musulmana (habría mucho que discutir sobre esto) y el impacto desconcertante de civilizaciones o países ajenos. Tres décadas de nihilismo bélico han dejado una neurosis que sólo se puede superar si se construye sobre unos referentes que han sido bombardeados. Vacío. La exaltación de las constantes culturales (el mito del guerrero, la dignidad, la visión rigorista del Islam) es síntoma de su avance hacia la extinción. Y, sin embargo, uno siente que la idea de Afganistán tiene sentido. Que sorprende que los mapas étnicos de tayikos, uzbekos, hazaras y pastunes no se repitan en la prensa con otros países aún mucho más diversos o con grupos religiosos enfrentados. Que los tayikos también tienen su código pastún. Que la narrativa fratricida sobre Afganistán quizá no sólo es simplista sino incorrecta. Afganistán ya existía antes que Pakistán -si es que este último ha existido alguna vez- y puede volver a vivir, con el permiso de Estados Unidos, Irán, Rusia, Pakistán, la India, China, Arabia Saudí… Sí, es mucho permiso: hace tiempo que ningún orgulloso afgano manda sin el favor de ellos.
Paz escribió el poema Felicidad en Herat, incluido en Ladera este. Allí, sin idea fija, no tuvo “la visión sin imágenes” ni vio girar “las formas hasta desvanecerse”. Eso fue en la dimensión budista de la India, la que más le fascinaba. Vio al mundo “reposar en sí mismo”. Vio las apariencias. Yo no puedo ver más que él: todo lo que escribo sobre este país parece desvanecerse y evacuar validez. Y le tengo envidia: viajó en coche desde Delhi hasta Herat, algo imposible hoy.
Excelente artículo Morgar. Ciertamente dibujas una situación compleja, triste, y sobre la cual seguramente hay mucho que bordar, ya desde las visiones ortodoxas e inveteradas en las que prevalece la “buena conciencia” occidental, hasta aquellas que magnifican lo que finalmente es un notable producto cultural permeado por múltiples influencias, para bien y para mal, pero que se ve empequeñecido y distorsionado en el medio de interes de orden geopolítico en la presente administración estadounidense ya muy claros.
¿La “conciencia musulmana”? ¿Qué crees que habría que discutir?
Me encantaría tener la oportunidad de conocer alguna vez Afganistán, que sin embargo, es un territorio al que, tristemente, ni mis amigos bengalíes me quieren llevar (ellos sí que van).
!Muchos saludos talentoso amigo!
La conciencia musulmana la he puesto entre paréntesis no porque dude de su existencia sino porque muchas veces -como en el caso de los bengalíes- la lengua y otros elementos culturales son la mejor argamasa social.
Gracias por tus comentarios, siempre atentos al ritmo escondido.
Abrazus,
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