Escritura y fuga

El rickshaw, un emblema de la india | AGUS MORALES

El rickshaw, un emblema de la india | AGUS MORALES

En otoño de 2007, mi amigo Igor G. Barbero me hizo una visita en Delhi, donde yo trabajaba como reportero. Él vivía en Alemania. Paseábamos por la legendaria tumba de Humayún, cubierta de la característica niebla india que confunde la mente y el espíritu, cuando Julia R. Arévalo, jefa eterna y maestra, me llamó. Sobre la mesa estaba la posibilidad de ir a Pakistán a cubrir la volátil situación política: el general Pervez Musharraf había decretado el estado de excepción o lo había levantado ya. No recuerdo bien. Me despedí de Igor y tomé los mandos de mi desvencijada motocicleta, bautizada como Ulises. La excitación me hizo acelerar más de la cuenta y antes de llegar a la oficina otro motorista se interpuso en mi trayectoria y me la di contra un árbol. Resultado: una contusión en el hombro y varias inyecciones. El truhán desapareció entre el vapor de Delhi.

Semanas después fui finalmente a Pakistán para cubrir el caos tras la muerte de la ex primera ministra Benazir Bhutto. Volví poco después a Delhi, base regional. En febrero de 2008, Igor inauguró la primera corresponsalía española de Islamabad. Dos años y medio después hicimos la permuta: él se convirtió en indio y yo en paquistaní. Nos hemos confundido como el atman y el brahman: la vida upanisádica interior y la universal, que son lo mismo. Pero ha sido desequilibrado, porque él tiene muchas más fuentes y constancia y yo solo tengo deudas con él.

Para mí han sido años surasiáticos de búsqueda agitada y hambrienta, de la cual he dejado alguna palabra en este espacio. He acabado una tesis doctoral sobre la poesía última y la pintura de Tagore que defenderé el 13 de abril en Barcelona, he escrito un capítulo para el original libro de Eurasian Hub, me ha tocado cubrir la muerte de Osama bin Laden, algún terremoto afgano, el atentado terrorista de Bombay de 2008, la coronación del quinto rey de Bután o el motín de Bangladesh de 2009. Pero sobre todo he disfrutado con las coberturas de compañeros en Afganistán (Mikel Ayestaran, Diego Agúndez, Farhad Peikar), Sri Lanka (Marta Berard), Japón (Maribel Izcue) y todo lo ocurrido y por ocurrir a Pakistán, que lo ha escrito Igor. Lo que pase lo escribirá Pau Miranda.

He amado de forma despistada, he buceado entre los archivos de la Universidad de Santiniketan para encontrar los papeles perdidos de Tagore. Una persona muy cercana fue atacada en el umbral de mi casa por una jauría de monos en Delhi, recuperé mi moto de una comisaría con un billete de aparcamiento como único documento legal gracias a Manoj Sharma. Viví mi primera noche paquistaní en el valle de Swat con Dimitri –un amigo para toda la vida– y  un conductor pastún enloquecido al volante de un improvisado descapotable. En los límites indios del Imperio británico libré la batalla por mis obsesiones: la literaria en Calcuta, capital colonial donde busqué a Tagore sin encontrarlo, y la periodística en la Frontera del Noroeste, donde los estadounidenses mataron a Bin Laden sin que pudiera decir mucho más.

Ahora inicio un proyecto profesional apasionante y distinto. El periodismo seguirá formando parte de mi vida, no por decisión propia sino por destino, pero me dirijo hacia otro lugar. Me llevo en la memoria un cálido abrazo de reconocimiento personal y profesional tras Bombay, una final paquistaní de la Copa del Rey retransmitida por un móvil y la fragancia de un periodismo, el del siglo XXI, que tiene el mismo sentido económico y espiritual (ninguno y todo) que lo más trascendente: la poesía.

Ayestarán

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