Amargura natural

Morgar ya tenía la cabeza en la India. El desplazamiento mental, sin retorno, se produjo unas horas después de abrir las primeras páginas literarias sobre esa cosa asiática, en la pluma de Mircea Eliade. El pobre ausente, porque Morgar no es otra cosa que un pobre ausente, soñó con unas enseñanzas que recibía de un maestro indio en una cabaña de madera de pino cortada a machete.

Se había dormido mediante la respiración de vientre. Sintió, ya en el sueño, el peso del trópico en el cuerpo deseado y deseante de alguien que buscaba su jadeo. Se revolvió en la casa total y miró al maestro a los ojos.

Salió a la calle: una rambla hindocatalana. Allí descubrió que todo era producto de la mente, como siempre habían sospechado los idealistas. Comentó tal extremo a su amigo, que no le creía. Así que Morgar hizo crecer un bocadillo crujiente de sus manos.

-¿Lo ves?

El amigo, simplemente, se zampó el bocata. Morgar, ya libre, consciente de que estaba soñando y de que podía incluso volar, hizo aparecer un quiosco, del que cazó una bolsa de patatas para su amigo. Sus favoritas.

Entonces se convenció de Todo. Una alegría como de navajas de oro empezó a cortarle la piel, dulcemente. Hubiera podido incluso creer en algo, darse a algo que no existiera, pero su único miedo era no romper los muros del sueño para mantenerse en aquel estado, ya sí, de éxtasis metafísico.

Me desperté en tranquilidad. Me llamaron al móvil. Con cachaza, respondí. Era mi jefe de política: mañana entraría dos horas más tarde. Dos horas más de sueño. El mundo me pareció, por unos segundos, algo bonito. Amargamente, me dije que siempre es agradable ver cómo le crecen las piernas a la ilusión.

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