La huida
Yo no estaba entero y unido, porque era un sueño, y subí al ascensor. Una señora se metió en el habitáculo, también, con su carrito azul como mis camisas. Dentro del carro vi un niño de codos blandos y luces en el cóccix. Recordé aquel sueño en que caí por un talud rociado de brea y cuyo rebozo me permitió vislumbrar todos los géneros literarios como si fueran flores.
El niño me esperaba al final del talud para recoger mis despojos. Me percibió y yo le devolví una mirada inescrutable en el ascensor de Barcelona, planta 1. Se le subió del codo a la mano una camisa azul, como si fuera un tendedero humano de venas en vez de alambres, y le dio por aplaudir. Desconcertado, busqué el talud, pero sólo quedaba línea eléctrica de subida y bajada.
Afortunadamente, la mujer coriácea y el niño bajaron del ascensor. Pero, al abrir la puerta para permitir que ambos salieran, el niño me volvió a aplaudir. “Es un provocador”, me dijo la madre.
Esto me dejó animalmente impresionado. Yo no había entrado unido, pero el alma me encimó el cuerpo y se disgregó todavía más. Me metí en el montacargas, otra vez, y llamé a mi planta. El ascensor se elevó, cosa que en los sueños no suele pasar. Pero el aparato se embaló y no paraba de subir. No pararía nunca.
Creí ver luces de otro mundo. Mientras subía hacia lo Eterno me pregunté, en medio de una angustia como la de abrir una verja oxidada, si aquel niño, el Provocador, no era yo. Y si aplaudía mi desgraciada decisión de dejar los cosos del corazón al azar y excentrarme en la literatura: la única flor con pechos de este desierto árido que es el da-sein.