El pozo
Esta vez soñé que estaba planchado en un sillón de la cabaña cortada a navaja. Era su casa, la de ella, supuestamente, porque los sueños son como subirse al lomo de un animal rociado de brea. Me levanté extasiado por la fragancia primaveral del hogar, por el crepitar de la leña y la helada matutina y brillante.
Yo estaba desnudo: mercurialmente desnudo. La brisa azotaba mi cuerpo peludamente, buscando el roce placentero con mi piel. Anestesiado, metí los pies en un pozo para desentenderme de la halagüeña mañana. El agua me cortó el espíritu en dos, y perdí de vista mi mitad más pugilística, que se perdió en el bosque para siempre. Sólo quedaba mi alma más frágil y recubierta de tulipanes: la del puro amor.
Me vi de nuevo de pie, sin haber apreciado en la secuencia del sueño un lógico desplazamiento vertical de mi cuerpo. Hacia el cielo azul, entiendo. Seca mi piel, socarronas mis manos, ondulado y gelatinoso mi pecho, miré hacia el umbral de la Puerta. Era ella, también desnuda.
Avanzó majestuosamente. Sacaba pecho y mi pene lo agradecía. Se acercó a mí como lo hacía siempre, pero no me tocó. Pasó de largo, con la mano izquierda posada en su muslo moreno, desde donde chasqueaba escandalosamente un liguero. (Esto lo soñé lingüísticamente, después de haber leído a Marsé).
Ella estaba haciendo la colada. Tendió la ropa y las pinzas luminosas se le cayeron en su regazo imaginario, así que temí por que aquellos dedos de madera remachados con hierro se metieran en su vulva como peces escurridizos. Los cogió y los envió de nuevo al inmenso mar de mis sueños, donde bucearían siempre en la búsqueda imposible de mi alma pugilística, ya anegada en el océano total.
Agarró ella el canasto repleto de ropa dorada y volvieron a florecer de su tronco sus magníficos melones perfumados con romero, que convertían el cesto en un infierno eclipsado por la luz del paraíso. Ahora sí que viene hacia mí, pensé, mientras acariciaba mis músculos y una chispa caliente de la chimenea calmaba la condición glacial de mis glúteos. Ella pisó cerca de mis huesos. La vi en el preciso instante del derrumbe, con sus ojitos puestos en mi nariz en lugar de en mis ojos debido a la ya incipiente caída; con los ojos en mi ombligo de níquel pero los pechos aún marmóreos: con la mirada en la luna, que estaba debajo de nosotros, en las profundidades del pozo que me había refrescado y que evitó nuestro cálido abrazo.