Delhi en El Prat
Anoche mientras dormía, soñé que estaba en mi antigua Redacción, entre Provença y Muntaner.
Queda poco para las diez. El Ejército había vuelto. Llega un compañero de Economía y me abraza. De alguna manera, el día busca las piruetas y la luz.
El salto me lleva a una motocicleta. Conduzco con el pelo enmarañado. Son las rotondas de El Prat, de mi ciudad perdida. Adelanto a una moto que conduce una chica que se llama Alejandra, un viejo amor no cumplido. Giro a la izquierda por una calle oscura, donde tendría que estar el complejo deportivo más grande de El Prat. Pero lo que encuentro es mi oficina de Nueva Delhi. Llevo de paquete en la moto a una nueva becaria, que tras un tiempo fuera ya no se acuerda de la cara de la jefa, a quien confunde con la portera.
Subo. Me obsesiono mercurialmente con las noticias: todo el mundo me molesta, pero yo sólo quiero trabajar. Me dice la jefa que tengo que escribir dos mil líneas, que confía en mí, que… “Yo siempre lo hago bien”, la interrumpo. Ella sonríe. “Bueno, siempre lo intento”, pienso en otro plano del sueño, el de las cataratas y las marismas negras.
Por la noche, me invitan a una fiesta. Es en Delhi. Al acabar, me invitan a otra, pero me quiero ir a casa, a Nisamudín, a la casa de mi santo sufí sentido. Me llevan a la Vieja Delhi en taxi. Estoy lejos. Me enfado y cojo un autorickshaw. “Chalo, baisab (Vamos, maisán)”, le digo al conductor del triciclo, en mis primeras palabras soñadas en hindi. Regateamos y volamos. Por el camino, pienso en si yo en Barcelona tenía alguien como mi compañera de hoy: la cara era diferente y destartalada. Llego a Nisamudín. Hay un partido nocturno de mi equipo de fútbol. Jugamos a la pelota a pesar del monzón. Cuando la lluvia nos empuja fuera de los límites, salgo corriendo y me meto en la furgoneta del equipo.
No son ellos. Son cuatro niños indios. Uno conduce. Arranca. No entienden qué hago con ellos. Comprendo la situación tras unos segundos: la Policía nos persigue; son ladrones. La luz de la patrulla me da en la cara. Es el fin, pienso. Pero Delhi está alta y digna.