Secuestro

Anoche cuando dormía, soñé que secuestraban a mis vecinos de Barcelona. No sé cómo la noticia llegó a mí, en estando yo en el centro del mundo: la India. De modo que me trasladé, en ámbito onírico, a mi tierra madre:

Los captores nos obligan a ir a casa de los vecinos. Acepto reticente y altivo, con la mirada en la disposición literaria intacta. Los vecinos están sentados a la limón, ordenando sus pensamientos para la huida. De pronto, aparecen cuatro mujeres y dos hombres: los auténticos secuestradores. Empiezo a ser consciente de que estoy en un octavo piso de Cataluña: algo impensable en Delhi.

Es el tiempo de las mermeladas. Los captores intentan ser simpáticos. Uno me dice: “Entiéndelo, es normal, estos moros de mierda…”, en alusión a los vecinos, que por otro lado no responden a esta descripción. Me levanto: “Estoy harto de los extremistas y el hindutva“. Recuerdo que en el sueño echaba humo espeso por la cabeza: la intolerancia interreligiosa causaba entonces más rechazo en mi alma dormida que el puro hecho del secuestro.

Llego enfadado a casa de mis padres, que está justo al lado. Noto una tensión circular y envolvente, preñada de aromas occidentales y sangre. ¿Qué hago? Van a venir a por mí. Decido escapar para siempre. Bajo las escaleras de mi bloque como tantas veces en mi infancia: para bajar a la plaza a departir el fútbol, para pasar por el quiosco y comprar los cromos antes de entrar en clase, para coincidir en el camino con la chica pecosa. Las bajo de ocho en ocho: saltando al vacío y girando en el aire agarrado a la barandilla de hierro arcillado.

Me entero de que el bloque entero ha sido secuestrado. Pienso en llamar a la Policía, pero entonces podrían morir los rehenes, e incluso mi familia, que no sé dónde está. No puedo salir del edificio. Llamo a las puertas y nadie me abre: están confabulados y tienen miedo. En un rellano mercurial, me encuentro con un hombre armado.

“Vale, vale”, digo yo [tik hai, tik hai...]. Me pone su arma entre los dientes y subimos a la octava planta. Mientras subo las escaleras hacia el lugar donde me crié y donde ahora me aguarda la muerte, quiero despertar, me concentro en despertar, me arriesgo a despertar sin saber qué hay de este lado… En mi templo sufí, unos labios negros calman mi pesadilla.

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