La cabeza de El Prat
Sueño que camino por mi ciudad natal, El Prat de Llobregat. Ansío ver un rostro conocido. Ando en un parque que ya pasó a la historia, justo al lado de mi casa, donde jugábamos a fútbol y los dueños de los restaurantes nos echaban la bronca cuando la pelota golpeaba a sus establecimientos.
Veo una silueta familiar. Es Cabesita. Él parece no reconocerme: seguramente, me argumento en mi sueño, porque llevo pintas de indio. Me acerco a él, henchido de alegría, y los malos augurios desaparecen cuando me devuelve una sonrisa de sorpresas. Nos abrazamos. Vuelve a mí la cálida brisa del Mediterráneo, de cuando marcábamos goles juntos y nos juntábamos en uno. Él ponía la pelota por encima de la defensa y yo fusilaba a los porteros. Así pasamos dos años: dando servicios y goleando, atacando a la vida y protegiéndonos los cuerpos.
Su abrazo, siempre reconfortante, me trae un fuerte sentimiento de melancolía. Toco con las palmas de las manos su espalda ancha y justa. Vuelvo a la India con el despertar, anegado en una pálida sonrisa que me acompaña mientras acelero en la moto, en busca de mi pan cotidiano: la noticia.