Lienzo, espacio: palabra, tiempo


MORGAR, DISERTANDO SOBRE SU LIENZO ‘LA EXCESIVA ESCALERA’ EN LA DESÉRTICA POBLACIÓN DE PUSHKAR. 21 NOV’07 / AMP

Dejemos de lado que el primer cuadro de Morgar es horrible. Detengámonos en su temática: es una traducción artística de uno de sus textos fundacionales, el relato-poema La excesiva escalera. Las tornas se cambian: si en el relato es una niña desesperada, encerrada en una galería gris circular, la que establece un diálogo con un niño que ve cómo los barcos cargan frutos y se adentran en el Mediterráneo, ahora es ella quien divisa la playa y él quien juega con la pelota en la sombra azul beckettiana.

Él se dirige hacia la cruz, hacia la muerte. Ella -observemos que su cara es la península Ibérica- observa el halo de los objetos que son y no son. Recordemos: ¿qué transportan los barcos? Naranjas sí naranjas sí. Manzanas no manzanas no. Y, sin embargo, la manzana -uno de los objetos mejor pintados del lienzo- es la única que aparece. Porque ella la desea.

En medio de la creación, la escalera. Como siempre.

Invitamos a los teóricos del arte, muy especialmente a Joan Pau, a analizar la simbología de esta obra, inmensa en su desplegar de signos y sentidos, flechas de carne que atraviesan el cielo indio para hundirse en las playas de Europa.

Mientras pintaba, con cuatro indios que me rodeaban y que alababan mi arte abstracto (sic), me di cuenta de las evidentes diferencias entre pintura y literatura. El arte está en cruel dependencia con el espacio: exige una gran tensión intelectual en los momentos álgidos. Mi lienzo no deja de ser una instantánea: no se mueve, aunque sugiera movimiento. En la escritura, en la que soy menos profano, todo es transcurrir, sucesión de imágenes, fulgor explicativo, rumor del río. Montaña y mar, pintura y poesía ocupan diferentes lugares, aunque por ellos pase el río de la creación.

Me aboca esto a una reflexión: la de si soy un animal temporal o espacial. Siempre he pensado que el espacio es moldeable, que se puede abolir con el movimiento y la acción, con la naturaleza transformadora del trabajo: talar un árbol, viajar en avión para ver a mis seres queridos, subir a la moto en busca del libro que quiero en la Vieja Delhi. Pero el tiempo, no. El tiempo, además de ser una creación humana -hecho que alimenta mi fantasía hacia él-, es inexorable, martillo del cuerpo, yunque que un día caerá sobre mí. Me madura y cambia los mundos: transcurre, en su trascendencia, como una grávida gota de sol del cielo a la tierra.

Miro mi lienzo. Me pregunto por qué he escogido la escritura. Primero, Morgar, porque el cuadro es horrible. (¡Aunque el tema de la obra te gusta!). Segundo, y más importante, porque escribir te parece algo muy difícil. Quizá erróneamente; seguramente hacer unos zapatos entraña más dificultad. Pero esto te parece imposible. Esto: disolver el lenguaje para volver a la exacta designación de las cosas, al primitivo reino sin palabras, que son las que hoy signan el mundo. Traición y lealtad: poesía trascendente. Y, como la primera vez que viste un balón, en el patio de la escuela, fue viable para ti hablar de él como si fuera la esfera del mundo, te lanzaste a la empresa imposible: al tiempo, a la literatura.

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