La India: ilusión y nostalgia
Pongamos a mis dos mejores amigos indios, Manoj Sharma (izquierda) y Subhro Bandyopadhyay (derecha) para contar algo de la India.
Manoj, sentado en la escalera de la terraza de Morgar, lleva una manta liada a modo de lungi, la prenda que siempre llevo para dormir, aérea y cómoda. Nació en Delhi un uno de enero, aunque sus padres son de Uttar Pradesh, la región más poblada de la India. Allí ha ganado las elecciones este año una líder intocable (dalit) que promete dar mucha guerra. Del estado limítrofe oriental, Bihar, nació el budismo y el hinduismo. Casi todo el norte del monstruo asiático, desde Punjab hasta Bihar, es el cinturón del hindi: la región dominada por hablantes de este idioma. También, con la excepción de Punjab, es el corazón de la India depauperada. Es aquí donde tienen lugar muchas de las atrocidades que leemos y escuchamos en los medios de comunicación.
Manoj pertenece a una familia de bramanes, la casta más alta, que a su vez está subdividida en otras miles. Todos se ayudan entre ellos: nunca podré olvidar cómo, tras meternos en un tren sin billetes, intentamos todas las tretas y sobornos posibles para convencer al revisor de que no nos multara de forma excesiva. Nada surtió efecto. Pero Manoj le preguntó su apellido -donde está signada la casta- y le dijo: “Yo soy Sharma. Somos bramanes”. “No me tienes que decir nada más. Eres mi hermano”. Y nos dejó ir. Los bramanes han llegado a constituir organizaciones solidarias de ayuda a sus iguales, cuyo brazo político en ocasiones es de extrema derecha. Conocer estas redes es fundamental para vislumbrar qué se cuece en los subterráneos de este país destartalado y misterioso.
Lo que nos ocupa aquí, sin embargo, es la importancia del personaje. Manoj, desde su arraigo hindú, ha emprendido una lucha admirable por la autonomía de la voluntad kantiana. Rechaza a las mujeres que su familia le quiere endosar como esposas y se ha emancipado. Ama a su familia, pero odia la imposición y la jerarquía, base filosófica de las barbaridades que se cometen en el cinturón hindi. Vamos: que hace lo que le da la gana, algo que, en su situación, no es nada fácil. Nacido en una familia humilde de bramanes, trabajó conduciendo autorickshaws durante años y en muchas otras ocupaciones. Hoy trabaja en la embajada de Chile en la India gracias a su dominio del español, que le ha abierto las puertas a otros mundos. Ama y repudia a su país: lo defiende con la espada y lo critica con cuchillo. La esperanza de la India, en especial de su tercio septentrional, es que una nueva leva de mujeres y hombres se alcen con valentía y roturen los campos para plantar la más preciosa semilla: la de la libertad y los derechos humanos.
Subhro, por su lado, nació en Calcuta. Es un intelectual de extrema izquierda, como buena parte de sus compatriotas bengalíes, muchos de ellos sumidos en la pobreza. Es una delicia, desde luego, ver cómo él y Manoj discuten sobre el estado de las cosas en el país. Hay un sustrato común, pero las diferencias se hacen notar. Los ingleses dibujaron en Bengala, situado en la costa oriental de la India, una de las flechas de libertad que empiezan en el mar para morir a medida que se adentran en el territorio. Otros vectores salen de Bombay, capital financiera de la India, y de Pondicherry y Tamil Nadu, en el sur del subcontinente. Otra dimensión.
En la India nunca ha habido una revolución. Pero sí un movimiento intelectual independiente y sólido: el Renacimiento bengalí. Decenas de escritores bengalíes, desde el siglo XIX, se lanzaron al repensamiento de la India tradicional desde el aliento británico. No lo inglés: lo occidental, la necesaria ósmosis con ideas extranjeras. Ram Mohan Roy, Vivekananda, Ramakrishna, Debendranath Tagore, Rabindranath Tagore -mi objeto de estudio-… todos ellos constituyeron la crema de la intelectualidad india. Y todos eran bengalíes. No pensemos que Mohandas Gandhi aportó nada nuevo, en el plano intelectual. Sólo en el espiritual. Hablaremos otro día de ello.
Sorprende que en una región con tantos genios, la de Bengala, haya tanta pobreza. No analicemos aquí ésta tan trillada y compleja consideración: señalemos que Bengala, al igual que la India, vivió una partición traumática, aunque mucho antes, a principios del siglo XX. Los ingleses, otra vez, tuvieron mucho que ver. Para mal.
Subhro fue quien permitió la publicación de mis poemas en lengua bengalí. Lenguaraz y despierto, conoce la literatura española y la occidental mucho mejor que gran parte de mis amigos españoles. La lengua que dibuja el cinturón del hindi culmina en la costa bengalí, donde las facciones de los indios se suavizan (puerta hacia la otra Asia), los mofletes se acolchan y el mediterráneo encuentra paralelos con su cultura. Es una de las puertas de la India a Occidente, además de las ya citadas anteriormente.
En Subhro -que también es bramán- no hay conciencia de casta: en Manoj sí, porque ésta ha determinado su vida en los buenos y malos aspectos. El bengalí, más fervientemente ateo, es sorprendentemente menos promiscuo que el delhí, un promiscuo y craquelador de mucho cuidado. Manoj sufre y lucha por cambiar la mentalidad de una tierra con un acervo cultural antiguo incomparable; Subhro se lamenta del declive de la civilización bengalí, de su saudade intelectual, y sueña con liderar una revuelta ideológica y lírica que devuelva a Bengala a su sitio. Vemos que nosotros, los europeos, estamos en la misma lucha que Subhro: en la de la crisis de la palabra y el marasmo intelectual, aunque sabemos que la letra está inscrita en nuestra piel. Lo de Manoj es otra cosa: la construcción de un nuevo proyecto, plagado de obstáculos, irrealizable, en una parte del mundo donde el tiempo no transcurre, es incambiable. Ilusión en Manoj; nostalgia en Subhro.
Y melancolía en Europa.