Pakistán y la India: analogía y diferencia

Imaginen una Europa anárquica, sin Estados todavía, gobernada laxamente por un imperio asiático frío y calculador. Imaginen que esta Europa, siempre tan diversa en gentes y lenguas, pero con un cogollo cultural común, lo es también en religiones profesadas. Tras un siglo de dominación, el Imperio de Oriente -que sería chino-, sale con el rabo entre las piernas cuando lleva decenios alentando la partición de Europa en moros y cristianos, algo que tan sólo se han creído sus clases dirigentes, mientras el pueblo sigue recogiendo la viña y plantando olivares. Se divide el continente y los chinos siguen hablando de la gran rivalidad entre Eurabia y la Europa cristiana. Que ya es una realidad.

Pakistán, el país de la bomba islámica, nació en 1947 de la voluntad de un manojo de abogados liberales, concretados en la figura del atormentado Ali Jinnah. Vio la luz en dos territorios sin frontera, separados por el que todos creían que iba a ser su gran aliado y se convirtió en su sempiterno enemigo: la India. Musulmanes bengalíes en Pakistán Oriental; patanes, punjabíes, sindis y baluchis en Pakistán Occidental. Terratenientes, comerciantes, clase obrera, pastunes conectados con Afganistán. Sangrante nacimiento, muerte de su líder, golpes militares, asedio de la India. Perder todas las guerras. Y perder Bangladesh: más de la mitad de su población.

Lo que es extraño es que este resentimiento no haya desembocado en un abrazo tembloroso al Islam. Tampoco ha sido mejor solución el Ejército. Y ché. Se nota el influjo del sufismo, especialmente en Punjab, que da una elasticidad mágica a la región. Siempre estará, para empañarlo, la salvaje frontera con Afganistán -donde se esconde Bin Laden-, plataforma usada por EEUU y el ISI para crear el monstruo de la insurgencia talibán contra los soviéticos.

Entremos por la gigante puerta de la India, país que tiene un Ejército alejado de la política y más grupos terroristas en su seno que Pakistán. Pasemos por el norte del país, recogiendo las flores del hindi, lengua hirsuta y pegada al sánscrito, flecha de acero en la que las palabras ‘gracias’ y ‘de nada’ están desterradas. Penetremos, por Punjab, hacia el vecino islámico, en la maravillosa Lahore. El urdu sustituye al devanagari con su propio alfabeto, de reminiscencias árabes. Coloquemos bien la oreja y escuchemos la melancolía de un idioma con casi idéntica gramática. El hindi es ese español que va ganando en nostalgia hasta llegar al Atlántico y convertirse en portugués-urdu, canto triste y bello. La saudade paquistaní se adivina también en la amabilidad de las gentes, más quedas, no tan tumultuosas como las indias. Algo, por otro lado, que no se antoja muy difícil.

Si la India disfruta en sus entrañas de la geometría islámica -Taj Mahal- y de los abigarrados templos hindúes, que forman una trama desigual, de sostenida divergencia, en Pakistán toma protagonismo un cierto ordenamiento de la vida, que no ha penetrado en su tejido político. Hay carreteras homologables a las europeas, algo impensable en la India: hay una voluntad de ser musulmán, pero el carácter surasiático siembra señales de que, en todo el subcontinente, nos encontramos ante la misma civilización.

Una civilización con una relación directa con la vida, en un infinito presente continuo, ilusionada y fallida, plantada en el centro de la Historia: inconsciente de su devenir, vago, luminoso; cuerpo lleno de heridas propias y ajenas que no acierta a taparse, cadáver lleno de vida lanzado hacia la flecha de Dios. No el celo: la copla; no la disciplina: el quehacer. Encaje imposible de un puzzle que un día fue posible. Pero no les importa. Ellos viven. Nosotros nos lamentamos.

Me parece la suya una existencia salvaje, desbocada, intestinal.

Monstruoso llorar, también, el europeo. El nuestro. Quejarse desde la cabeza: atalaya de la cultura.

Un peldaño en “Pakistán y la India: analogía y diferencia”

  1. Anonymous says:

    chupamela y me la agarras

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