Un día en la India

Ayer tenía el día libre y se lo dediqué a Delhi, que como ya he dicho alguna vez, es aquella mujer herida y fascinante, abandonada, que no te llamó la atención por primera vez pero que cada vez que te penetra con sus lanzas de madera muestra su vida violenta, su deseo de ser amada, imposible de obviar: no se puede no amar a Delhi. Inadvertidamente, uno pasa de discurrir sobre si acaso puede considerar a Delhi una conocida a aparecer en su regazo de árboles sollozando deseos.

Me levanto y desayuno en la terraza: té con leche, fruta y tostadas. Suenan de fondo canciones de Mina. Repaso algo de italiano. Lo entiendo. Vuelvo a mis apuntes de bengalí. No entiendo nada. Reescribo el inicio del capítulo tres de mi novela. Llamo a todas las librerías de viejo de Delhi como un loco: quiero encontrar dos libros fundamentales: ‘India and the Romantic Imagination’ e ‘India and Europe’. Hermenéutica. No los tienen en ninguna tienda y decido ir a la Sahitya Akademi, la Real Academia de aquí, si quieren ustedes.

Ya había estado antes; me había pasado mañanas enteras leyendo los Upanishad y líneas mínimas de Tagore. Subo a la planta de arriba, donde hay una tienda que ofrece descuentos excepcionales. Me compro el cuarto volumen de las obras en inglés de Tagore, la poesía completa de Kalidasa y un libro de historia de la literatura india que me habían recomendado (tres volúmenes). Veo un diccionario de bengalí: dos edificios de letras grandiosos. Y le digo, en hindi, al dependiente: “Maisán, ahora no puedo llevarme esto. Pero en un año hablará bien bengalí y me lo compraré”.

Mientras bajo las escaleras también desciende mi convencimiento de que conseguiré aprender el catalán de la India. Entro en la biblioteca. Todo Tagore, en bengalí, son veinticinco volúmenes que ocupan varias estanterías. Toco los libros; son viejos y polvorientos. Apenas alcanzo a leer en alguno de ellos la palabra ‘poesía’ en bengalí. Encuentro los hilos hermenéuticos de los que quería tirar por la mañana, los dejo apartados para llevármelos a casa (¿y si los robo?) y encuentro algún ensayo interesante sobre Tagore, la modernidad y Europa.

Estaba leyendo uno de ellos y apagaron las luces. Me imaginé con ella en esa esquina de la biblioteca, al resguardo, al sentir del flujo destructivo de la atracción, cruzando nuestros peces y pájaros.

¡Maisán! ¿Por qué me cierras? Salgo. Espero a mi amigo indio, Manoj, que ha salido ya de trabajar de la embajada chilena. Manoj me hace todos los caprichos. Todos. Se mete con el coche en el complejo donde está la Academia (Rabindra Bhavan). No está permitido, pero él le dijo al guardián que su amigo era una persona muy importante. Me subo con él. Dejo la moto, con la que había venido en ascender de cielos y primavera de heridas, en un párking adyacente.

Vamos a Connaught Place, el centro financiero de Delhi, donde la ya descrita convivencia entre la globalización y el carácter indio se entreveran. Me quiero comprar la PlayStation. Nunca he querido una, pero últimamente me lo paso muy bien jugando con mis amigos; y quiero que cuando Garmor, Fran, Cabesita, Tigre o George vengan la disfruten conmigo. Me compro una nueva, ensamblada en China: regateamos fuerte, como dice Manoj. Conseguimos el Pro Evolution 8, una memory card, dos mandos y un multitab por un precio bastante razonable.

Salimos de Palika Bazar y damos la vuelta a Connaught Place. Fumamos, esperamos a Godot. Volvemos al coche, que está en uno de los pocos (¿el único?) párking subterráneo de Delhi, no sin antes discutir con el personal, como es costumbre. Llegamos a Pahar Ganj, un mercado para hippies y turistas atestado de bici-rickshaws, vacas y comercios. Es una locura entrar dentro con el coche: lo hacemos. Recogemos a Dimitri y su novia y aparcamos al final de la calle (?!). Cenamos ternera, por fin, en una terraza, y hablamos, como siempre, de lo que nos une: la India y el trabajo.

Ya es tarde pero el día de Manoj y Morgar no quiere acabar. Llevo un curta bengalí. Me cambio de ropa en el coche de Manoj: me pongo unos dockers y una camisa que me había comprado en Connaught Place después de la Play (¿cuánto dinero gasté ayer?). El plan es que Manoj me acerque hasta la Sahitya Akademi para coger la moto. Pero llegamos y no está. Me vuelvo loco, no soporto el pensamiento de haber perdido esa vespa desvencijada, espacio mío de felicidad y amor inexplicable.

Preguntamos a los policías del párking; no saben nada. Nos vamos a la comisaría más cercana. Hay muchos vehículos aparcados. Superviso la zona y mi alma con motor no está ahí. Un policía de la comisaría se enfada conmigo por meter tanto las narices. Le enjabonamos un poco. ¿Dónde está la moto? No nos hacen caso, nos dan evasivas: al final el comisario llama a un ‘amigo’, que asegura tener la voladora Kinetic. Otro agente me coge el tíquet del párking y me dice: “No lo pierdas, esto es la prueba de que la moto es tuya”. Y me empieza a preguntar cosas personales. “Venga, tío, que me voy a por mi moto, trae”, le digo, en español, claro.

Nos han dado el móvil de un agente. Todo se desarrolla en hindi, en otro universo lingüístico que, sin duda, reelabora la realidad. Llama Manoj. Le dice el poli que está en una calle no muy lejana, que vayamos a buscarlo. Lo encontramos. Paramos el coche en el medio de la carretera. Habla Manoj con él (déjame a mí, no te preocupes, tío). Me equivocaba yo si quería decirle: el párking no especifica las horas que puede estar un vehículo ahí, no sé si es por eso por lo que habéis retirado la moto. Manoj le dice que trabaja en la embajada chilena, que yo soy su hermano español, que trabajamos los dos en el mismo barrio (todo esto sí puedo seguirlo), que yo soy periodista.

Nos mira el agente. Parece que imagina todo lo que Manoj y yo hemos vivido juntos, que ya es mucho. Sonríe. Me dice que si hablo hindi. Y le digo lo mismo que al dependiente: “De aquí a un año, hablaré hindi craquelado, pero ahora no mucho”. Sonríe. ¿Nos la vas a dar? Gira la cabeza. ¡Qué cabrón, quiere dinero!, le dije a Manoj. Sí, sí, me dice. Comenta dos banalidades. Y le dice al agente que le acompañaba -un mandao- que nos acompañe hasta el lugar donde está aparcada la moto.

Maisán se sube al coche con un palo que no tiene nada de ninja. No, no, tú detrás: Morgar va delante de copiloto. Creo que esta escena fue la mejor del día. El policía sentado detrás con mi PlayStation al lado. Veo otra vez mi moto y estallo de alegría. Abrazo a Manoj y le digo que es el mejor, pero vamos, vamos, que no llegamos a la fiesta.

Mientras conducimos por la noche templada, pienso en mi hermana, que me había recitado por teléfono un poema de Juan Ramón Jiménez de memoria, también en mis padres y seres queridos, y me digo que dónde está mi generosidad. Siento remordimientos: quiero dejar atrás mi carácter frío y hacerles todos los regalos del mundo, entre ellos, mi afecto directo y sin desviaciones intelectuales.

Y no recuerdo unos ojos grandes, sino la oscuridad de su contorno. Esta extensión de tierra orbital es lo que yo siempre he considerado el espacio de la literatura.

Un peldaño en “Un día en la India”

  1. Anonymous says:

    ¡Caramba amigo! Mira todo lo que tu escritura inspira… la mezcla entre la realidad y la interpretación de ésta, tus lecturas, tus búsquedas de viaje, lo que ya veo que es tu oficio… definitivamente seguiré tu blog. Cada vez estoy más convencida…¡Excelente y entrañable blog!

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