El malestar de la lectura

Pienso a menudo en un libro que en su día pasó sin pena ni gloria por mis manos y que me vi obligado a leer con fruición: The Bostoners, de Henry James. Fue durante el año que pasé en la Universidad de California, Santa Bárbara (UCSB). Por cierto, he descubierto que Rabindranath Tagore, poeta indio al que estoy dedicando mi tesis de Literatura Comparada, decidió allí, entre las palmeras, crear la Visva Bharati (Santiniquetan), una escuela de libre enseñanza en suelo bengalí, para entendernos. Me reconforta el pensamiento de que en el mismo espacio donde dejaba volar mis ideas -cometas que se perdían por las playas del Pacífico, palabras deseantes en bamboleo con las arenas californianas- Tagore visionaba la Universidad del futuro.

Tuve que leer The Bostoners a toda leche porque al día siguiente tenía examen de literatura norteamericana del siglo XIX. Había disfrutado tanto con el excesivo Whitman y, sobre todo, con la finezza de Dickinson (su poesía era una justificación intelectual del pesimismo: yo estaba convencido del influjo de Schopenhauer, algo por otro lado indemostrable), que tenía mis reservas sobre los placeres que me podía dar James, un autor a priori lejos de mis coordenadas estéticas.

Recuerdo aquella noche de lectura feroz con nostalgia: el remolino de sábanas, el intercambio verbal irregular con mi compañero de habitación, un tibetano que adquirió la ciudadanía estadounidense (¡cuántas preguntas le haría ahora que estoy a un paso del Tíbet!), los viajes a la habitación de al lado (vivía en una especie de comuna con dieciocho personas), donde también estudiaba para el mismo examen un americano de ascendencia irlandesa con el que me había picado. Él sacó un 9; yo un 9,5. Es una de las grandes satisfacciones de mi vida. Supongo que esto no me hace aparecer como una persona muy humilde.

De lo que quiero hablar es de la obligación moral de aquella lectura. ¿Cómo iba a hablar de una novela sin haberla leído? En puridad, era innecesario: cuatro tópicos, contexto, influencias, alguna interpretación excéntrica y casa escobada. Pero me vi moralmente lanzado a su deglución. Era un peñazo de libro. No recuerdo casi nada de la trama, pero ha permanecido en mi mente el estilo realista, la descripción minuciosa, las palabras desnutridas al servicio del insieme de la obra. Sí, sí: me gustó. Más tarde descubrí que el motivo fue la inadvertida exploración de la conciencia subjetiva que se puede leer en la novela. Exquisita y equilibrada prosa que tocaba inadvertidamente uno de los espacios capitales de la modernidad.

Creo que cualquier tipo de texto crítico no puede escribirse sin haber leído la obra a la que se refiere. Lo digo porque he leído una reseña en el suplemento literario del Times sobre un ensayo, Comment parler des livres que l’on n’a pas lus?, de Pierre Bayard, un profesor universitario de literatura francesa que asegura leer muy poco y dar clases sobre autores que nunca ha leído. La no-lectura es un tabú, el acto de leer está sacralizado y a veces más vale no hacerlo porque no te enteras de nada. ¿Cómo se te queda el cuerpo después de leer Así habló Zaratustra de Nietzsche o el Ulises de James Joyce? A mí casi me da un pasmo con el primero.

Estoy de acuerdo con Bayard. ¿Para qué todo este sufrimiento? Una insoportable melancolía se filtra en mí al pensar que no podré leer ni una décima parte de lo que quiero leer (si leo cuatro libros al mes, ¿cuántos leeré en mi vida? ¿Entre 3.000 y 4.000? ¿Cómo me atrevo a tragarme todos los libros de Beckett, Tagore y Juan Ramón, en detrimento de tantos otros?); además, mi capacidad de exégesis de los mismos es, siendo optimistas, muy limitada, y me veo condenado a pensar durante lustros que Musil, por decir un autor que no he leído y que creo que me daría una asegurada satisfacción literaria, es un fenómeno, una tesis que mantengo desde la ignorancia más absoluta de su obra, un hecho degradante intelectualmente.

La cultura, en este caso escrita, aparece como un monstruo terrible de brazos múltiples, como el omnipotente Mahakala. Vamos todos a la pira. La vida es un tostón infumable y la lectura, que para algunos pelagatos es una de sus ramas principales, es una prostituta que no se deja deshojar. Vaya mierda.

Y cuántas ganas de echarse unas risas tiene la gente de ahora.

2 peldaños en “El malestar de la lectura”

  1. La Frontera entre China y Paris says:

    Obviamente no seremos capaces de leer todos los libros que queremos. Y eso sin pensar en la relectura. Es una enfermedad del mundo actual. Hace un par de siglos, las personas sólo conocían unos pocos libros, unas pocas composiciones y no pasaba nada. No tenemos por qué conocer todo. Eso sí, hablar de las coss sin conocerlas me parece una temeridad, o una gilipollez.
    Recuerdo cuando en clase de literatura en la universidad nos preguntaron si habíamos leído el Ulises. Uno alzó la mano y dijo que sí. El profesor preguntó, ¿de qué iba? La respuesta fue “no me acuerdo muy bien, pero…”; “Si hubiera leído usted el Ulises no lo hubiera olvidado nunca”. La reputación de aquel pobre muchaho quedó hecha añicos. Así es la vida.
    Saludos

  2. MORGAR says:

    Gracias por el comentario.

    Quiero hacer notar, en todo caso, que este texto es irónico: creo que no me he dado mucha maña.

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