La longitud eterna del lenguaje
Hay pocos países que tengan decenas de grupos terroristas activos en su territorio y que les concedan tan poca importancia. Es el caso de la India. Es increíble.
Hay pocos países con una clase política tan descerebrada, irresponsable y malvada como Pakistán. Es increíble.
Pero volvamos a lo nuestro: he colgado un póster en blanco y negro de Tagore en mi ático indio. Pero no lo contemplo largamente porque la bolsa ya está casi lista y sólo quedan las botas y la camiseta. Me meto en el coche de mi amigo y vamos hacia la cancha. El sol está en un descenso que lo inunda todo: sólo he registrado este fenómeno en ciudades continentales, apartadas del mar, como Delhi. En Barcelona, San Francisco o Calcuta encuentro una inclinación dulce de la puesta de sol que sólo puedo interpretar como un homenaje o atracción hacia las aguas; pero en Madrid, Praga o Delhi las calles parecen un lingote de oro cuando el día toca a su fin. De todas formas, el sol delhí es especialmente impertinente y bello, me digo, mientras en el gran nudo de Delhi, en el centro de la Carretera del Anillo, descubro jardines escondidos y absurdos como las huertas de las afueras de Barcelona.
La semifinal es un trámite. El equipo, ‘Bost Axola’ (‘Never mind de bollocks’) fundado por un amigo vasco que se nos fue a Sudáfrica, está formado por Vikram, el Casillas indio, bajo los palos; Dimitri, la muralla española, en el centro de la defensa; Tito, un catalán un poco pesao, en la banda derecha; Mahinder, un rápido lateral indio que está como una cabra, en la izquierda; Martin, un joven eslovaco con un toque exquisito por delante de la línea defensiva, y Morgar en libertad de proteger al equipo o hacer daño al cuadro contrario.
Vemos la otra semifinal y los aficionados admiran el músculo de un nigeriano que dicen que juega en la Liga india. Pasan a la final. Y en la final me obsesiono con tapar al nigeriano, con superarlo por velocidad, con batirme con él, con la idea de que yo a éste me lo como, yo a éste me lo como. Prueba el recorte, la bicicleta loca, mezcla un regate de fantasía. ¿De quién es este toque que tocas? ¿Es una mala copia del viejo Estebaranz, de la electricidad de Messi, de la sinceridad de Villa? No, es el quiebro de siempre hacia dentro, tu engaño de piernas pequeñas y deseantes: tu regate intransferible por tu cuerpo encorvado, tus alas ensangrentadas y tus rodillas en enfado terrícola.
Es la palabra tuya, tu organización única del mundo, el encuentro de oscuridades que emerge de tu genética y tu experiencia, el poema inequívocamente morgiano: como los escritos literalistas de Garmor, como la sensibilidad desobediente de Judith, como la materialidad lírica de Joan Pau.
Hasta que la conciencia individual no evacúe, la autoría seguirá existiendo.
Y qué dulce es revolcarse entre las piernas del nigeriano, asistir a la forja de la personalidad en la lucha: hoy el aprendizaje de que a una carrera explosiva y corta tiene que seguir un pase rápido o un vuelo directo hacia la portería, hoy el aprendizaje de que si monocentras tu atención te pueden llover los palos por otro sitio: un indio del otro equipo me tuerce el tobillo y abandono la cancha.
Me quedo cinco minutos fuera, me duele mucho, acuden a mí masajistas desconocidos y camilleros de otro mundo. Estoy con Manoj y me pregunta si puedo seguir. Y respondo: “Hijos de puta”. Manoj se parte.
Ya sólo me queda saltar de nuevo al campo a descubrir que la entrega abre el mundo: que el sudor hace girar más rápido las piernas malheridas, que las manos desnudas pueden abrir una rendija en el muro del misterio; hueco alto por donde el más pelagatos del equipo me envía un pase, hueco por el que me tiro al suelo para rematar y marcar el gol que dedico a Manoj tocándole los pies y regalándole un coletero del Hipo. Porque es importante saber dónde está uno y de dónde viene.
Y camino por mi barrio de flores abiertas por la mañana. Sostengo el trofeo al mejor jugador del torneo que me han concedido. Qué melones que son, pienso: he fallado un montón de goles. Piso el balón y me imagino que mi madre es india y que me lo ha tirado desde el balcón para jugar con los amigos. Recojo al niño que hay dentro de mí: cabe en la palma de mi mano, como los versos rumanos que estoy leyendo. Y guardo en mi barca la esperanza de que en esta travesía hacia la palabra, en este tránsito de novela solar, otro río vertical con sombrero se abra: el Objeto que todos intuimos, la Cosa sin cosa, el huso transparente: la verdad, que sí que se puede decir.
Grandioso.-Garmor
Que buena Moooorgaaaar!!!
Como no podía ser de otra manera, al empezar a mirar tu página he tocado donde ha visto fútbol. Veo que hace mucho que has dejado de escribir del tema.
Inevitablemente de tanto en tanto te viene a la cabeza el Hipo, y leyéndo esto pues vuelve otra vez.
Mola la página. A ver si mañana la lía Walcott y acaba este sufrimiento con lo de la final.
Amo arriba