Conciencia escindida

(Un día en Bengala).

El pato de luz que entra por la ventana bengalí me despega los ojos, salto y doy comienzo al enfado por no haber podido enviar la crónica del día anterior por teléfono satélite, fumo por los pasillos del lugar de hospedaje improvisado brindado por Lapierre en el sur de Calcuta, cerca ya del delta bello, de las 104 ínsulas extrañas de tigres, miel y poesía en español. Subo al desayuno: el director de la ONG, un indio de risas agachadas, me había invitado al rezo politeísta matutino y, evidentemente, he querido perdérmelo. Mientras planteo a mi mente que resuelva el misterio del dios al que rezaban decenas de musulmanes e hindúes, mis manos resuelven la comida con las manos: las hortalizas hervidas entre el pan redondo, el desentrañamiento del huevo cocido, el té con leche indio.

Me despido de las gentes de la ONG y todo es un círculo como el del pueblo de mis padres: puerta por puerta a dar el adiós corto, el de los planes próximos y lejanos, el de la huida suave de lagartija. Subo al ‘jeep’ que me llevará a Juan Ramón, Valente y Crespo: el de las islas tribales del delta. Recorremos la mejor carretera construida en la India para llegar al paraje remoto: mientras el terreno gana trópico mi conciencia empieza a buscar división. Recuerdo a los románticos alemanes afrontando la escisión ya irreversible entre mundo y sujeto; la evocación del genio griego en perfecta inocencia con su producción del arte y su relación natural con los dioses: la modernidad autoconsciente que ya da el balón al sujeto, embarrado para siempre en su explicación del mundo.

Subo en el barco de Lapierre en mirada hacia las islas: desde los diques de ladrillo, guerreados por el musgo, los pescadores tiran sus redes azules. Me veo enlazado en el tiro de la palabra, en atrapar el mundo para llevarlo a mi redil, al campo de la literatura, a la devolución textual. Por qué agujero de la red se me está escapando, cómo cerrar las mallas, hacia qué posición orientar la creación, seguir la narrativa desde la mente, la que relaciona la experiencia cualitativa, romper el arco de lo real para hacer explotar lo verdadero, naturalizar el lenguaje para referirme más directamente a esto. El bote avanza y caemos en una de las islas, que parece la más grande, el final. Me subo a una moto con una tabla detrás; estoy sentado en la parte trasera y el paisaje de palmeras y marismas se aleja como la precisión de mi novela.

Llegamos al único hospital de la isla, auspiciados por un simpático personaje indio que, esta vez sí, se parece a Gandhi en palabra y acto. Vemos el sucio paritorio, el joven médico de la “clínica”, los tejados comidos por el sol. Volvemos a la orilla en la moto, entro en el barco, que también sirve de hospital: les hacen rayos equis a los lugareños. Me quedo plantado ante la pantalla para comprobar la vista, con su cara en hindi, en bengalí, en el alfabeto romano. La giro y giro y mi cabeza: mi pasión ya desbocada por Tagore, el recuerdo latino de mi cultura europea, la presencia india de mi hoy. Salgo del buceo y me sorprendo con las declaraciones de Gandhi: “Bueno, esto no es una isla, es mainland“. Escandalizados mis sentidos, zarpamos en busca de navegar por islas reales para obtener fotografías reales.

El mundo se ha transformado: lo que era isla es tierra, y todo el espacio examinado se me reconfigura. Antes de alcanzar el puerto de destino, como el arroz y la cazuela bengalí en los vientres del barco, absorto por el ruido insoportable del motor. En tierra, el ‘jeep’ ya corre en tierra firme para ir deshaciendo el camino y añadir el vertedero de las afueras de Calcuta. Pero el corazón ya se siente en casa al sentir la proximidad de College Street, de la Universidad de Calcuta, del espacio de libros viejos más grande del mundo, donde tantas tardes me he perdido con mi amigo Subhro en busca de obras fundamentales. El calor húmedo me trae el Mediterráneo y Subhro me trae a la librería de Tagore, cerrada, donde vendían sus obras por diez rupias, porque él era el moderno, el que quería los libros copiados para todos, la distribución de la cultura.

Le pido literalmente a Subhro que localice inmediatamente Lírica de una Atlántida de Tagore. En bengalí. Con la alusión a la poesía última de Juan Ramón, me refiero a los últimos versos de Robindronat. Él lo entiende perfectamente. Detengámonos en esto, por favor: él es indio y lo entiende. Esto es muy grande. Finalmente me hago con un tomo en bengalí de casi mil páginas con sus canciones y líricas más relevantes, que “completa” otro tomo que ya tenía. Sonrío ante la idea de lo completo, anhelo imposible para mi conciencia romántica ya escindida pero también para abarcar la imposible escritura de Tagore, que ocuparía mi biblioteca entera. No me han podido traer Lírica de una Atlántida pero me traen su penúltimo libro, es decir, Dios deseado y deseante. Me siento persona en riesgo hacia una cultura; mundo otro que también viene a lo de mí. Vamos a la cafetería de Tagore: una fotografía pequeña preside la enorme sala de techos altos construida por los británicos. El café: una de las naturalezas de Europa e inexistente en la India fuera de las grandes cadenas capitalistas.

Ya soy en Calcuta feliz: cuidando el libro de Robindronat, con una edición que me trae una alta nostalgia por su tacto europeo, por su cuidado caligráfico, por su ordenación sana. Veo en esta ciudad, en cuyas calles se compran igual Neruda que Tolstoi, Dante que Kalidasa, un ventrículo de nosotros hacia ellos, un escalón perdido: y, después de que Subhro me diga que un cineasta muy conocido está preparando un documental sobre mayo del 68 en Calcuta, me digo yo que sería un libro bello, una narración morgiana voladora. Salgo de la cafetería y miro otra vez la fotografía de un novelista bengalí famoso: Nabarun Bhattacharya. Ya entrevistado por Morgar. Centro de cultura accesible.

Vuelvo a Delhi y lo dejo todo allí: una nueva relación se abre. Schiller me coloca la arquitectura como creación primitiva y simbólica, contacto directo y no humano con la criatura primaria genésica; la escultura, como un acercamiento de dios al hombre, como un acercamiento respetuoso a lo otro, asemejándolo a nosotros; y a la pintura, la música y la literatura como las ciencias artísticas más metafísicas, como la última aventura del sujeto. Y sí: la literatura nos es exclusiva. Es sólo nuestra. Temor y coraje: ascensión imposible, alma encogida y elástica. Palabra amenazada e inmortal.

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