Desprendimiento

No he contado nada de mi reciente visita a Santiniketan, donde se aloja la Universidad Visva-Bharati, fundada por Tagore. Visva-Bharati, Mundo-India: ya en el nombre del centro encontramos ese diálogo entre lo local y lo universal, constante en su obra. Encontramos su ímprobo esfuerzo por llevar la India al mundo sin ceder a la ilusión de un internacionalismo homogeneizador que anule la identidad particular. Amarrado al bengalí -idioma que normalizó, cambió, elevó-, Tagore se arriesgó hacia Occidente temerariamente, sin pavor al desentendimento, o quizá consciente de que era necesario ese fracaso comunicativo, ese doloroso rotular de las almas de aquí y de allí, para que algún día aparezca el gran lazo blanco, elástico en la diferencia Oriente-Occidente y firme en su textura humana. Algo que hoy no existe.

La experiencia fue algo desigual. Desazón por el descuido y el abandono central; circulación libre de la mente en los recodos, donde siempre se encuentran las cosas de la poesía.

Conocí allí a un grupo de poetas bengalíes. Nos fuimos a tomar un té. El que me hizo de anfitrión era un poeta joven que había insistido más en el inglés y en las traducciones que en la creación en su lengua nativa. Con él aparecieron un hombre ya en sus sesenta, con barba profusa y esas gafas grandes y gruesas que tanto gustan a los intelectuales de Bengala. Delgado y eléctrico, me mostraba sus poemas “posmodernos” (efectivamente, lo eran), explicaba los avatares de su grupo poético, su editorial, su revista de poesía. Era el jefe. El último poeta era un joven entrado en carnes, taciturno, reflexivo. Sólo dijo un par de cosas, ambas de mi agrado, no sé si por su brillantez o porque coincidían con mi pensamiento. Habló escuetamente sobre el uso del lenguaje en Tagore y su modernidad.

Me invitaron a su velada poética. Desde mi posada hasta el lugar del encuentro, paseamos por entre árboles y barracas. A cada paso se paraban, señalaban el cielo y me preguntaban cómo se llamaba ese árbol en español, cómo se llamaba ese pájaro en español. No me acuerdo qué mentira les dije. Ellos nombraban el mundo en bengalí y seguían caminando.

Es una sala de unos diez metros cuadrados, con las paredes azules, amarillas, blancas, rojas. Se sientan en la alfombra y me ponen una silla, porque soy extranjero. Yo lo rehúso, me obligan, rehúso, me obligan, etcétera. Llegan hombres y mujeres de todas las edades: en total serían unos quince. Calor excesivo. Mi anfitrión me presenta y se dispone a leer uno de mis poemas, aprovechando que tenía la versión en bengalí. Y tras leerlo todos susurran: “Bhalo, bhalo, bhalo” (Bueno, bueno, bueno). Creo que es una de las veces que un halago ha entrado con más naturalidad en mis adentros. Se me escapaba la risa y la melancolía: los hombres en sus kurtas y sus libros, sus sueños de congresos de poesía y sus discusiones acaloradas. Luego vino cuando mi anfitrión quiso racionalizar los elogios y, en un ejercicio insólito de síntesis del sentimiento general, aseguró: “Apreciamos tus versos, sobre todo por sus imágenes extrañas, tan cercanas a nuestra sensibilidad”. ¿De qué comunicación escondida entre ellos sale ese consenso? Todos asentían.

Contenidos al margen, nunca había asistido a una conversación poética tan despreocupada y espontánea, lejos de la pretenciosidad, que parecía emanar de la tierra y no de la levitación intelectual que emprendemos en Occidente para estos quehaceres.

Salgo con mi anfitrión de la sala del fuego. Me lleva a su casa. Me regala libros, me invita a venir de nuevo. Me presenta a su mujer y a su hijo de seis años, que está enfermo. Tiene fiebre. Se ve que ha liado una buena, porque casi no se puede mover pero a su alrededor todo es un huracán de papeles repletos de color y formas. “Le gusta mucho pintar, es muy travieso”, me dice. Era el desorden del arte lo que habitaba en la casa, no construido por el poeta adulto, sino por el joven pintor.

Y ya me retiré a mi soledad, a comer el yogur dulce de Bengala (‘doi’), a visitar el cauce del río donde Tagore escribía. Después de dos días en los que escribí como nunca y el cerebro me circulaba en peligroso descontrol, noté un cierto desprendimiento, un desapego de los bienes mundanos y de lo que en definitiva es en esencia ahora mi vida. Una indiferencia hacia valores y amores que yo consideraba fundamentales. Sólo permanecía la importancia de la palabra.

Mejor volver a casa.

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