La India sigue

Creo que la primera vez que me puse a triangular en el precioso topónimo ‘Bombay’ fue con una famosa canción de Mecano. Tenía quince años. La letra me evoca todavía hoy de modo extraño, como todo lo que toca alguna tecla de nuestro pasado infantil o adolescente. Desde que vivo en la India, he visitado el corazón financiero del país varias veces, aunque no considero Bombay la mejor ciudad india, honor que pertenece sin duda a Calcuta. La primera vez que fui, en pleno y salvaje monzón, los indios se tiraban al mar Arábigo desde la Puerta de la India con luminosa inconsciencia, e incluso pude asistir con mis amigos a una operación de rescate de un avezado nadador que socorrió a uno de los patos indios superado por las aguas bravas.

Pero en el mismo sitio, tras el asalto terrorista a la lengua peninsular sureña de esta enorme y evocadora ciudad, la gente por una vez no miraba al mar, sino tierra adentro: al hotel Taj Mahal, uno de los edificios tomados por los terroristas. No importaba la explosión de granadas y los disparos, porque el indio, curioso y temeroso, se acercaba todo lo que podía al lugar, lo cual es decir mucho, porque en la India la correspondencia entre la palabra ‘cordón policial’ y su referente real es nula. Por eso estamos hablando siempre de la crisis del lenguaje, ¿no?

La versión de Nueva Delhi ya es conocida: un comando terrorista formado por diez hombres armados con rifles, granadas y RDX -detalle importante: explosivos militares- parte en un buque desde la ciudad portuaria de Karachi (la Bombay paquistaní, si queréis), llega a aguas indias, asalta un pesquero, desembarca cerca de una estación de taxis y asalta dos hoteles y un centro cultural judío; ataca la preciosa estación de trenes de Victoria, bares, restaurantes y hospitales. Mueren 188 personas. Las fuerzas de elite (precariamente equipadas, aunque en un elegante negro) llegan al lugar un día después de que empiece la crisis, que acaba dos días después. Tres jornadas de pesadilla o, más bien, de insomnio. Porque nadie durmió en Bombay: los periodistas nos dábamos relevos, los jefes policiales enseñaban sus ojeras en la televisión, el embajador español, Ion de la Riva, se tiraba un rato en el sillón de un hotel donde se ‘refugiaban’ los españoles. Fuera del Oberoi y el Taj, los hoteles de lujo atacados, ojos cansados y tristes esperaban la liberación de sus familiares, atrapados en habitaciones o tomados como rehenes por un puñado de terroristas hasta las cejas de anfetaminas. Si el 11-S fue una obra maestra del romanticismo terrorista (colapso espectacular del centro financiero mundial televisado en directo, golpeo del corazón militar de EEUU -¿cuándo sabremos lo que pasó en el Pentágono?-, muerte de miles de personas), con el 26-N de Bombay el terrorismo internacional avanza hacia sus vanguardias: añade el lujo hotelero a su gusto por los núcleos financieros, incorpora el asalto guerrillero, recupera los secuestros. Se prolonga el ataque y neurotiza así más al pueblo. Los terroristas venden su piel cara durante tres días (pensaban incluso en volver a Karachi, se dice) y son más despiadados que nunca: matan a más de 50 personas -muchos de ellos musulmanes- en una estación de trenes en la que sólo había pobres sentados en el andén, esperando como siempre con cachaza a su ferrocarril imposible mientras compartían comida.

En Nueva York consiguieron que lo importante del 11-S no fuera aquel día, sino su continuación: Afganistán e Irak. Y lo que tiene que intentar ahora la India es que no suceda lo mismo aquí. No sé hasta qué punto era consciente de sus palabras el nuevo ministro de Interior, P. Chidambaram, cuando dijo que el asalto terrorista fue un ataque “a la idea de India”. Sí: a vuestra extraña y espontánea tolerancia religiosa, a vuestro experimento colosal de federalismo lingüístico ne(h)rudiano, a vuestro intento de paz con Pakistán, que es más intento por el lado de ellos que por el vuestro, por cierto. Es coherente que un grupo islamista del sur de Asia con base en Pakistán sea el responsable de los ataques; también lo es que una organización terrorista internacional golpee el país con una minoría musulmana más importante. Ya hemos visto aquí matanzas de sijs, cristianos y, sobre todo, musulmanes (Gujarat, 2002). Y no queremos ver más: no queremos que los actos terroristas y la violencia incitada por extremistas hindúes e islámicos destruya la inconsciente tolerancia de la India.

India: tú te convives, nadie te quita el sueño, duermes cuando quieres aunque el mundo se acabe. La arquitectura mogol de Humayun y Lodi que recorro cada día en moto es del mismo cordón que la gran carroza templaria del Sol de Orissa, que las dravídicas torres del sur, que la tumba sufí de Nisamudín. Te critican por no analizarte: ¿qué culpa tienes tú de no saber ordenarte y extraer conclusiones? Estás hecha en el método poético: tierra de sintaxis girada, infinita y débil. Alguien te quiere disponer de otra manera: ponerte en guerra con tus vecinos, rebatir tu estructura, llevarte al ensayo hinduista. Pero tú sólo estás cómoda en el verso y la desatención: sólo le pides a tus residentes que hagan el amor bajo el ventilador.

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