We are far from any road.

Ha fallecido Kim Jong-il, vestigio de la ideología totalitaria, tan solo un día después de que lo hiciera Václav Havel, que se opuso a ella. Veintitrés Navy SEALs dieron muerte, también este año, a Osama bin Laden, el líder de la red terrorista Al Qaeda. La primavera árabe trajo una brisa de cambio que tumbó a Hosni Mubarak y Muamar el Gadafi, hasta entonces intocables.

Todas ellas fueron figuras que ayudaron a vertebrar, de una u otra forma, un discurso de la posguerra fría. Al siglo XX corto del que hablaba Hobsbawm le siguió un fin de fiesta colmado de ideas resacosas, como el choque de civilizaciones o el fin de la historia. Desde la caída del muro de Berlín hemos tenido la sensación de estar en el quicio del nuevo siglo, pero quizá sea 2011 (y no 2001) el año en el que de verdad atravesamos el umbral finisecular. Cuestión de lecturas.

Occidente ha contribuido a descorchar las revueltas árabes, que han regado el islam al mismo ritmo que se ha desangrado el yihadismo. La salida de Irak y el endgame afgano parecen confirmar la transición de guerras calientes a una nueva era, la de la política fluida, en la que Washington trabará una relación emocional mucho más compleja con otros países. Se impone la contención sentimental para una época cada vez más desprovista de buenos y malos; Pakistán, infiel aliado, es un síntoma de este paradigma emergente, que cada vez será más fecundo. Se diversifican los conflictos diplomáticos y se aplaza la verdadera contienda: la de Estados Unidos con China.

La política se permite esta velocidad pese a que la economía se ha detenido. El carromato financiero se ha quedado varado pero los caballos de la diplomacia arrean con todo. Ya no sabemos si la inasible modernidad líquida de Bauman nos sirve para explicar nuestro siglo XXI:  tan lábil y elástico que se podría romper.