Cajas de agua
Estoy sentado en una mesa de madera al aire libre junto a tres personas. Hablamos de literatura. De repente, una de ellas me mira y dice que conoce una revista boliviana mejor que 5W. Me encojo de hombros.
Me levanto y camino, entre sensaciones blandas, a lo largo de un pinar inclinado. Encuentro a un amigo de la India: lo abrazo pero dice que no puede perder el tiempo, que se tiene que ir a algún sitio inaudible, amarillo, polvoriento. El indio balbucea un topónimo elástico. Creo que es Libia.
La geografía se va allanando, veo marismas, y ahora hablo con el fotógrafo Diego Ibarra. “¡La imagen de Afganistán!”, le recuerdo. Ninguno de los dos sabemos a qué me refiero. Diego se desnuda y corre, entre tropiezos, hacia un manantial o una fuente de agua abstracta para darse un chapuzón.
Me despierto. Estoy en Barcelona, en mi casa, pero sé que no es posible porque cuando me acosté estaba en el camarote del barco de rescate de Médicos Sin Fronteras. Camino por la casa, de un lado a otro. Quiero despertar. Despierto. Ahora hay cinco personas en mi cama, pero no me doy cuenta de que sigo soñando. Les cuento mi viaje astral, mi alucinación: la mesa de madera, Libia, el manantial, la orientación suave del sueño. “A todos los que han dormido esta noche en la playa les ha pasado eso”, dice una señora. Me planteo si la luna tiene algo que ver. Alrededor de la palabra luna giran los ciclos de la materia, la membrana del tiempo, la inclinación del pensamiento. Y despierto en el camarote.