Al tren chu chu
Anoche mientras dormía soñé, ¿bendita ilusión?, que una mujer antigua me quería parar el corazón. Yo estaba en el andén, más mercurialmente si cabe que nunca, y quería entrar naturalmente a mi vagón correspondiente, una vez llegó el tren. De repente, la mujer antigua se puso delante de mí: yo buscaba otra puerta, otro vagón, pero ella me acompañaba como si fuera un portero de futbolín, rozándose indisimuladamente con mis carnes.
Inmediatamente, me vi trasladado a otro plano. En esta lucha por agarrar el ferrocarril, su torso golpeaba suavemente mi pecho, su trasero se acoplaba con mi parte delantera. Estaba ya en otro mundo, que ni siquiera era el del placer, porque había vivido aquello tantas veces… Reconocí pasajeramente un cierto bienestar, me dejé llevar un poco, y crucé hacia otras vías donde no estuviera la mujer antigua.
Por primera vez, mi miedo a cruzar una vía desapareció. Cuando vinieron hombres a mi lado, no tuve miedo, porque tenía la seguridad de que podía proyectarlos o cortarlos en pedacitos. Vi a un ninja a lo lejos, y a la mujer antigua. Me pareció un sueño tan poco original que quise olvidarlo todo, ya no aguantaba nada que no fuera hijo de la Creación…
Lo peor de las cosas que nos pasan son los recuerdos que traen consigo. Nada sería terrible si la mujer no fuera antigua, conocida; si yo no cogiera el tren cada mañana; si cada día no me viera atrapado por la invisible parálisis de la esterilidad creativa… ¡Ah, amnesia, la más dulce de las musas, sálvame de este desasosiego!