Velocidad
Anoche cuando dormía soñe -bendita ilusión-, que la velocidad se me hundía en el corazón. Me apartaba en una acera mercurial y no quería recoger las cáscaras de pistachos del suelo. Ella me decía que sí, que agarrara la moto y que diéramos un paseo para que el viento nos diera en la cara. El sueño, desprovisto de cualquier connotación erótica, se desarrolló entonces terriblemente en el asfalto.
Las primeras curvas las tomé bien. Pero en seguida llegaron los stops. En las rectas cogía tanta velocidad que no me daba tiempo a frenar lo suficiente como para vigilar si se acercaban coches en los stops. Era como un videojuego, como si mi imprudencia no fuera a tener realmente consecuencias negativas.
Me salté uno, dos, tres stops. En el primero casi muero, en el segundo lo pasé un poco mal y del tercero no recuerdo nada. Perdí el miedo y empalmé con la autopista. A más velocidad que nunca, ahora sí legitimada, perdí además del miedo el control de la moto, y caí como Sete Gibernau, deslizándome blandamente por el asfalto. Me veía aéreamente en el sueño, resbalando por lo gris, con la boca y el alma abiertos ante el espectáculo estético de la caída.
En cuanto a la chica, amiga mía, no sé dónde se quedó. Recuerdo que el primer stop lo pasamos juntos porque me agarraba de la cintura. Imagino que se bajó ante mi temeridad al manillar antes de llegar a la segunda señal en rojo. Había perdido -una vez más- la consciencia de ella y de mí.
Morgar, soñador, idiota: cuando por fin te despegabas de lo real, cuando cabalgabas el cetáceo salvaje de lo vertiginoso, diste dulcemente de mofletes en el suelo.