El laberinto
Anoche mientras dormía soñé, ¡bendita ilusión!, que una mariposa aleteaba en mi corazón. Había acudido a un acto, como periodista. Cuando finalizó, vi a un intelectual que me debía una contestación a un tema que le había propuesto. Hice como si no lo viera. Salí de la conferencia y noté como una chica que conocía caminaba detrás de mí. Al principio disimulé, pretendí seguir andando e ignorar sus pasos, pero pronto me di cuenta de que esto era insostenible y me giré para saludar.
Bajamos juntos una cuesta empedrada, como las de la costa granadina, quizá con destino a nuestras respectivas casas. De repente, nuestros cuerpos se empezaron a aproximar peligrosamente. Un choque arbitrario de nuestros brazos hizo que ella se plantara en frente de mí, con un movimiento propio de un trompo, y que acostara su cabeza sobre mi hombro.
Yo no supe cómo contestar a su lenguaje corporal. Sentí que era ella quien tenía ganas de tomar la iniciativa. Pasó sus labios por mi cuello hasta llegar a mi boca, y nos perdimos en ósculos. Consumado el acto amatorio iniciático, la aprisioné contra un coche y nos perdimos de nuevo, esta vez en golpes voluptuosos.
Una puerta se abrió. Lo comprendimos y entramos. Ella se tumbó con abúlica tranquilidad en lo que comprendí que era la cama de mi casa. No. La de la casa de mi abuela. La planta baja, oscura, perdida…
Nos entregamos el uno al otro. Noté que con cada nuevo bamboleo sus mejillas se encendían más, como dos rosas que yo estaba regando con el placer y que fueran a colapsar la habitación. Le rompí la camisa y ella lanzó su cabeza atrás con los ojos cerrados. Me agarraba fuertemente para que nuestras zonas pélvicas no se separaran. Aún ahora, mientras relato lo soñado, no puedo evitar una humilde excitación.
Pero cuando quería entrar en ella, nuestra ropa se recomponía y todo volvía al principio. Esto pasó dos veces. A la tercera, imaginé que vendría alguien; así que le dije que si veía a mi padre, que no se preocupara. Ella siguió con sus juegos amatorios, pertinaz. De pronto, pasó alguien. Es mi padre, dije yo. Pero era mi jefe de política, leyendo el diario y mirándome con sus ojos tan azules, sin reservas, regalándome toda su confianza, como siempre, e ignorando olímpicamente el panorama erótico que podía contemplar.
Lo intentamos de nuevo. Pero esta vez me vi trasladado a una sala contigua, donde pedía a mis primas pequeñas y mi hermana que se tranquilizaran, que no gritaran; les tocaba la cabeza, me palpitaban las sienes. Volví al dormitorio.
Ella no parecía afectada por ninguno de los contratiempos, pero yo estaba hasta los huevos. De nuevo, cuando iba a entrar en ella, sujetados los muslos desnudos, la volví a ver con los pantalones puestos. Supe que estaba soñando. Comprendí la circularidad del sueño y me negué a reproducir el eterno retorno en mi inconsciente. Decidí despertarme. Era un suplicio tantálico.
Cuando abrí los ojos, dos imágenes se quedaron grabadas en mi mente. Las rosas rojas de sus mejillas deseantes, que llenaban mi habitación. Y los grandes ojos azules de mi jefe de política, que estaban suspendidos en la estancia a modo de Big Brother. Decidí en ese mismo momento que votaría ‘sí’ al Estatut. Y me sentí perdido en los laberintos del deseo.