La soga
Anoche soñé que se acababa mi cabeza. Me recuerdo entre amigos, reclinado, con las rodillas en el pecho y la cabeza sobre un cojín del sillón, donde mis conocidas y conocidos hacían qué sé yo. Estaba yo ajeno al ruido mundanal, y la sangre me subía a la cabeza.
Cuando quise levantar los ojos, sufrí el lógico mareo de la vuelta de la sangre a zonas más meridionales. Pero pronto descubrí que sentía un dolor intenso, insufrible, membranoso. Tenía una jaqueca de aúpa, pensé. Pero no era eso.
Me puse las manos en el cráneo y noté una vena que me quedaba colgando. Lo terrible es que era gruesa como una soga, y me precipitó a pensar que aquello era el fin de algo, de mí quizá. Una enfermedad del cerebro.
Inmediatamente me puse de pie. Estaba muy asustado. La vena ‘volvió′ a su sitio, pero la notaba horriblemente suelta. Si sacudía la cabeza, me golpeaba en las cavidades de mi cráneo. Sabía que, en caso de ponerme bocabajo, la soga sanguínea caería al vacío. Y yo con ella.
Una de las muertes más terribles tienen que venir de un colapso lento de la mente. Si algo me asusta, es tomar consciencia de la pérdida progresiva de capacidad intelectiva, en el tiempo. Yo no soy mucho, ontológicamente. No existo mucho. Es verdad. Soy un animal intelectual; si mi pensamiento se desvanece, estoy muerto.