Indian Rickshaw Deconstruction
El barbudo me dijo que su rickshaw estaba libre. Me acerqué a él y regateamos. Partimos hacia nuestro destino, siempre pretérito y gelatinoso, como de ámbito azul.
Otros vehículos con trayectorias indirectas, honestamente descerebradas, invadían el espacio de lo nuestro. El conductor ahuyentaba a los cuervos sobre ruedas con improperios y golpes de cláxon. En un semáforo, besó el parachoques de un coche con su rueda delantera para avisarle del mundo verde, del paso abierto, en lugar de usar otros métodos más discretos.
Cabreado, subió una rampa. Un elefante nos daba el culo macilento. La famélica cola pendulaba con cachaza. En una vuelta, golpeó suavemente el techo del autorickshaw.
Volvimos a parar en un semáforo y vimos un accidente de tráfico. Nos miramos, impertérritos, indianamente.
“Rápido, rápido, que llego tarde”, le dije. “Ok, ok, no problem”, me contestó, según la constumbre. Me miré en el retrovisor y me arreglé el flequillo. Sentí la injusticia plúmbea de mi acto. Maisán aceleró. Arrinconé por un segundo la pasión encendida de mi cita: sus manos negras me ofrecieron un glacial entendimiento.
Para celebrarlo, estiré mi dedo índice como de una cuerda, me lo tiré al hombro como una toalla, lo recogí por detrás y lo llevé hasta su hombro: “This time, we’ll be on time”, le dije. Sentimos los dos un triunfo de la voluntad compartido. Pero mi dedo no paraba de crecer: se proyectó hacia delante. Maisán se asustó, pero intentó adelantarme. Le faltaba mucho para mis uñas.
Mis dedos tocaron la naturaleza y el relato se deconstruyó.