Libertad y origen

Hoy he recordado mi tiempo europeo desde la India. Uno de mis heterónimos escribió en Barcelona este ensayo, ejemplo de energía radial y dispersa dirigida al numen. Hay algunas ideas que apuntan ya al paradigma de la confianza en la palabra.

Lo digno es un liberalismo

Decir que con la libertad no se puede vivir dignamente es como decir que no se puede vivir más que de criado, de soplón o de lacayo

Pío Baroja

El europeo inhóspito y barbudo que hay en mí, educado a golpe de biblioteca circular, no puede más que, ante la pregunta que hace la libertad, disparar la mirada hacia su ambiente para pensar lo que es alguien entre tanto libro. Efectivamente, ¿es el hombre más libre gracias al conocimiento? ¿Qué rosa, si es que existe, encapulla el saber y perfuma el jardín de esto que es la vida? Intentemos determinar qué es el olor bibliófilo que le da a esta campaña una característica de ligereza y amplitud, como de libertad superlativa.

Me es imposible seguir esta exploración botánica sin señalar con energía que no nos referimos aquí a una trivial forma de conocimiento, reductible a la mera existencia de los sentidos y un cierto andar por el mundo, sino a lo que es un conocimiento nuclear: el que, nacido de la voluntad, convierte en una necedad las notas a pie de página y las aclaraciones.

Palabra que dice lo libre

Es cuanto menos embarazoso negar que sólo el ser humano puede ser libre. Y lo puede ser -¿lo es?- dando las gracias al lenguaje. El humanista cree que la libertad no es posible sin un pleno desarrollo de la capacidad lingüística de cada ser humano (Vidal, 2005). Estamos, pues, fundamentalmente de acuerdo con este voluntario antropocentrismo que sienta la más importante forma de comunicación humana en el sillón del rey que decide quién es libre y quién no, en este mundo de máscaras, de personas.

“El lenguaje, los lenguajes, las palabras bien dichas y escuchadas, dan al hombre más margen de maniobra, más libertad”

Convencidos de que la libertad es algo sólo encabible en una categoría humana, acordamos con Steiner que cuanto más amplio el vocabulario del hombre, más mundo puede dibujar. A más rica sintaxis, mejor posesión de sí mismo y más acabado entendimiento de las cosas tiene. El lenguaje, los lenguajes, las palabras bien dichas y escuchadas, dan al hombre más margen de maniobra, más libertad.

La idea es que la palabra nos hace más libres, no que la palabra nos haga libres. Primero porque la libertad es en su pura condición relativa; segundo porque la absoluta libertad es un oxímoron; tercero porque la estructura tripartita es típicamente occidental y determina en cierta forma algunas formas de expresión, como esta última oración. Lo digo sólo a corte de ejemplo.

El indicio que me apercibió de la posible verdad de esto que digo -de que el lenguaje nos hace más libres-, es la naturaleza antieconómica del lenguaje y de eso que convenimos en llamar libertad. En efecto, la multiplicidad de idiomas es una cosa poco deseable desde el punto de vista de lo utilitario. Eso sí: es claro que nos hace más humanos: la voluntad de entendimiento desde la diferencia, desde el distanciamiento a propósito, nos ha definido siempre muy bien como seres humanos. Los idiomas pueden ser eficaces, pero difícilmente eficientes, al menos si nos ceñimos a la comunicación entre sus lejanos hablantes y a su pluralidad desquiciante.

De la misma forma, la libertad nos columpia con empujones de las manos de pasiones y deseos, en lugar de dejarnos poner pie en el suelo para irnos frenando y buscar eso que llaman felicidad en la tierra marrón. Como humanos, encontramos en este irracional balanceo, que muchas veces nos aleja de lo que deberíamos querer, un placer irreversible. Este balanceo nos define definitivamente. Preferimos reafirmarnos en nuestro cuerpo y pensamiento de siempre que buscar argumentos que nos convenzan de las virtudes de lo perfecto, de lo inmóvilmente feliz, de lo no humano, en definitiva. Volveremos al final sobre esto, que es de capital importancia.

La actitud liberal

De entre los humanistas liberales, uno de mis favoritos, Ortega y Gasset, dice que “vivir es sentirse fatalmente [la cursiva es suya, significando probablemente una referencia al destino] forzado a ejercitar la libertad”. Quisiera yo hablar un poco de esto y después poner el acento en otra cuestión: más que en la de la predeterminación, en la de la actitud.

Efectivamente, vivir nos conduce obligatoriamente a ejercitar la libertad. Fijarnos en la fatalidad de este asunto es ser tendencioso y agarrarse a las falacias del lenguaje. Porque decidir no ser libre es eso: no ser libre. La libertad para escoger la carretera de la esclavitud, digámoslo así, es una patraña lingüística, una trampa epistemológica, un mal entendimiento de lo que es el ser humano. Lo libre, intrincado y contradictorio lleva consigo unas extravagancias que hay que pensar pero no malinterpretar.

De parecida factura es la llamada paradoja de la libertad. Se dice que si todo el mundo hace lo que quiere, el fuerte se impone sobre el débil, menoscabando así la libertad de al menos la mitad de las personas que viven en sociedad. Algunos, como el propio Morgar Ladder, que escribe en esta obra coral sus opiniones que sólo a medias son liberales, resuelven esta paradoja con salvaje absolutismo. Ya se verá. Otros acuden con sensatez al tópico de que la libertad de uno acaba donde empieza la del otro. Estoy de acuerdo: pero además quiero añadir un asunto ya anunciado: la actitud.

Por supuesto que alguien tolerante ha de tolerar lo intolerable -¿qué clase de tolerancia sería aquella que sólo tolera lo que es de su propia categoría?-, pero ello no nos tiene que intimidar para recomendar, sin ánimo de imposición, el que creemos que es el mejor comportamiento, o más bien la actitud que nos parece más propicia. La actitud que recomendamos aquí como la mejor, o al menos como la más humanista, democrática y liberal, es la del racionalismo crítico, bien expuesta por el filósofo Karl Popper.

“Cuando hablo aquí de ‘racionalismo’ -dice Popper-, uso la palabra siempre en un sentido que incluye ‘empirismo’ así como ‘intelectualismo’; justo como la ciencia hace uso de los experimentos así como del pensamiento”. Este racionalismo, bien entendido, es una actitud de escucha de los argumentos y de revisión de los propios postulados. Es el método con el que avanza la ciencia y con el que creemos que puede caminar el ser humano.

“El hombre es capaz de reprimir sus más básicos instintos animales en la búsqueda de valores abstractos y de mayor altitud”

Expuestos a la opinión del otro como el playero a los rayos de sol; constantes e incansables en nuestra fragilidad, como el Papa Juan Pablo II; miedosos a la vez que trabajadores con nuestras opiniones científicas sobre el mundo, como Einstein; humildes y leídos, pertinaces en la carrera del conocimiento, como Sócrates. Creemos esta actitud, honestamente, la mejor y más viable manera de dispararse hacia la libertad.

Todos los humanistas han sospechado de lo benigno de esta idea o han sido inconscientemente partícipes de ella. Sócrates, en efecto, es el primero en desarrollar este programa. Después de Grecia y el Renacimiento, es de justicia reconocer este racionalismo crítico como sustancia propia del siglo de las luces, que siembra la semilla de la Revolución francesa, aunque el árbol que creciera después no se mantuviera fiel en su integridad a las raíces.

Digno de lo libre

Hemos hecho una operación como de striptease invertido, como poniéndonos la ropa para entender mejor la libertad, que en realidad está en la piel sola. Una vez identificados el tronco y las ramas de lo que entendemos por libertad humana -puro pleonasmo-, viene la hora de comentar la libertad en su radicalidad. El conocimiento, el lenguaje y el racionalismo crítico -cuerpo del árbol- brotan en este caso de otra raíz igualmente humana: la moral.

Efectivamente, encontramos en el balanceo de que antes hablábamos algo fundamental de nosotros. Este moverse pendular, endemoniadamente libre, nos aleja en ocasiones de la felicidad en su forma más prosaica. Cedemos la naranja más sabrosa a nuestra hija pequeña libremente, sin esperar nada a cambio, puesto que la bebé es demasiado poco experimentada como para conocer la salud de la fruta. Aquí el hombre es capaz de reprimir sus más básicos instintos animales en la búsqueda de valores abstractos y de mayor altitud.

El utilitarismo no es Dios. Tampoco divino. El checo que salía a las calles a protestar durante los años del régimen comunista sabía que tenía poco que ganar y mucho que perder. Una cosa que hay que evitar casi siempre, la guerra, es de hecho otro ejemplo de que es falso que el instinto de supervivencia es el más insertado en el corazón humano. Muchos moriríamos por nuestros seres más queridos, cosa que nos afirma más en nuestra humanidad.

Dice el mejor filósofo de todos los tiempos, Immanuel Kant, una cosa que me parece lo más importante: “La razón no es propiamente la doctrina de cómo ser felices, sino de cómo hacernos dignos de la felicidad”. Permítanme asirme a este monumental pensamiento y balbucear que este balanceo que hemos descrito no es el movimiento que nos hace libres, sino el que nos hace propiamente dignos de la libertad.

AGUS MORALES, diciembre de 2005

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