Este sueño se escribió cuando todos estábamos vivos
Anoche mientras dormía, dormí por fin: tuve el sueño más profundo de mi vida. El relato onírico más coherente y profundo; un golpe de mi alma a la realidad. Ha sido mi primera noche en Delhi después de una semana en la península Ibérica.
Allí el sueño es liviano y concesivo, como los cuerpos y las fidelidades. Aquí la cosa onírica es un yunque de espíritus y animales sobre ti, un saco de piel universal que notas sobre tu materia. Es un ámbito de adivinanzas e intuiciones: el inconsciente toma el poder en oracular y griega manera. Las fuerzas de lo profundo amenazan al reino de la realidad, algo que no se había producido en mí en un lecho occidental.
Recuerdo en el sueño a Dimitri y a Manoj, amigo indio, melancólicos por la separación y el olvido. La liábamos una vez más, jugábamos al cáram, tocábamos las cosas. Era la casa de Dimitri, que ahora me era cedida, creo. Empieza a llegar más gente, en especial españoles. La fiesta se prolonga y se complica, como la casa, que pasa de disponer de un par de habitaciones a convertirse en una sala del tiempo alargada que desemboca en un dormitorio.
Estoy sobre una lona. Una chica exuberante aunque no de mi gusto se aprieta contra mí por sus dos costados y, tras dudas impropias de los sueños de allá, la rechazo. Discuto con diplomáticos. Camino por el pasillo blanco hasta el lejano dormitorio, donde hay varios amigos. Me tiendo sobre el lecho y pienso en soñar, pienso en los sueños que he estado escribiendo. Me es imposible despertar. Alguien pronuncia la palabra “deconstrucción” y “hermenéutica” como si fueran la misma cosa.
Tiro al suelo a un amigo de allá, en revuelco cariñoso. Cae encima de mí, también, la chica vaporosa, que finalmente besa a mi amigo. Nos acabamos las cervezas y salimos de allí, como el Pijoaparte.
Llega la noche y me quiero ir a casa, a Nisamudín. Trabajo por la tarde, pero estoy cansado. Me doy una vuelta en rickshaw para pasar el rato. Para volver, camino por la playa. Siento una extraña mezcla de Mediterráneo y suelo indio, quizá la composición actual del alma mía.
Me he dejado los pantalones y el calzado en el dormitorio sagrado. Un amigo me advierte sobre los pantalones. ¿Cómo es posible que no los tengas? Me dirijo hacia la habitación. Observo un ligero movimiento. Le pido a un indio que escolta la habitación que recoja mis pertrechos. Cuatro rupias, me dice. Cinco, le digo yo: no sabes lo que te espera. Entra a la habitación y sale despavorido. Sin mis cosas.
Me retiro. La gente comenta la cópula blanca. Yo miro el mar. Un balón cae sobre mis pies. Me pongo a jugar con unos extranjeros. Es un deporte a medio camino entre el fútbol y el cáram, donde para marcar gol hay que detenerse en líneas blancas. Todo el mundo me explica las normas aceleradamente. El juego es excitante: no se detiene en las reglas, es un fluir incesante. Conseguimos una racha de cuatro goles seguidos, con el balón traspasando el otro lado y volviendo por cuestas que se parecen a las de la Andalucía profunda.
Acabamos el partido y buscamos algún restaurante indio para cenar. La noche ha venido. Sueño que ya es mañana de luz y que voy a casa de Dimitri, sin llaves, a recoger mis pertrechos. Lo consigo. Despierto del segundo sueño y regreso al primero, en pensando yo que es la realidad. Noto un exceso de acciones en hoy: futcáram, amistad, mar, observación sexual, contemplación… Hoy no he trabajado.
Me doy cuenta. Despierto en Delhi: la luz de Oriente entra por la ventana. Queda una hora para mi turno. No sé si me avisaron de la hora del inicio de mi jornada laboral en sueños o en vigilia: sólo sé que estaba vivo.