El juego de la nieve


Me asomo a la ventana, actividad central de la mente viva, y veo los copos de nieve que caen sobre Islamabad. Me parece una inmensa capa doblada de Alá que quiere apagar el fuego de las pasiones políticas y militares de Pakistán. “Baisab, paresani, eh!” (Maisán, problema, ¡eh!), le digo
al transeúnte de corbata, que no consigue arreglar la moto. “Ji, ji” (Sí, sí). La gente se divierte con el espectáculo, como nosotros en el patio del colegio en Barcelona cuando montábamos los monigotes de granizo, manchados por el gris de la contaminación y el desasosiego. Pero aquel día éramos felices.

Vuelvo al homo ludens, a la idea del hombre como edificador de juegos: la oca de las pasiones (me tiro a otra porque me toca), el parchís del sexo (me como una y me cuento veinte), el ajedrez de la vida (apertura española para impedir la penetración del sufrimiento).

Paseo por la Mezquita Roja de Islamabad, donde en julio se atrincheraron cientos de personas -integristas, mujeres, niños- y que fue escenario de una carnicería. Asaltada por el Ejército paquistaní, el color crema que espolvorea sus paredes se hunde en la mediocridad de Islamabad, una de las ciudades más aburridas que he visitado en mi vida, hecha con cartabón: epicentro de poder, vértice del castillo que los campesinos mirán con desdén.

Paseo dentro de la mezquita y hablo con sus moradores en urdu. No hay nadie. Poco a poco, el recinto se va llenando de devotos barbudos y libres, cooperantes y tercos, ancianos y pilotos de vidas principiantes. Llega hasta mí el sentimiento religioso, el mismo que me golpeó en el templo dorado de los sij, en Amritsar, cerca de la frontera con Pakistán; el mismo de la ermita de la perdida Granada, el mismo que el templo budista de las afueras de Leh, donde discutí con un monje la representación material de la realidad, o sea, el mundo como un producto mental. Algo con lo que, por otro lado, no estoy de acuerdo.

Sí que estoy de acuerdo con mi salida de la mezquita. Con la paz. Miro al oeste, donde sé que los talibanes la están liando. Miro al este, donde hoy un suicida ha acabado con la vida de más de veinte personas. Concluyo que este juego, al que no me autorizo a poner nombre, es algo más peligroso.

Me miro las manos. Pienso en mi gabán olvidado. Vienen fríos rusos. Pero yo sólo pienso en el sol italiano y en el cielo español.

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