Estilo morgiano
Estaba viendo un partido de la liga holandesa en un hotel lleno de cucarachas en la ciudad costeña india de Allepey. Fue allí donde visité las aguas interiores, la vida de los lugareños en las marismas que preceden a la mar. Para enviar una carta, el hombre de tez negra tenía que pasar en barca al minúsculo pueblo del otro lado fluvial, a tan sólo diez metros, donde estaba la increíble y humilde oficina postal. Los pertrechos también les llegan en barcas. Y los residuos abandonan su ecosistema en el mismo medio de transporte. Son las marismas que leí en los libros de mi adolescencia, que siempre soñé que sustituyeran a los polígonos industriales de mi ciudad natal.
Al entrenador se le ocurrió cambiar al único hombre que había marcado un gol en el partido. Esto me pareció un error del pensamiento. Se me ocurrió llamar a Garmor para comentárselo. Tras liberar un breve sarcasmo -otro día volveremos sobre esta necesidad impertinente de dar rienda suelta al negro cinismo-, Garmor me contestó, lúcidamente, que quizá el jugador ya había “eyaculado”: ya había dado todo lo que tenía que dar e, irreversiblemente, tenía que abandonar el terreno de juego.
No estuve de acuerdo. Dije, en nuestra conversación indohispánica, que ese jugador ya estaba tocado por la magia. Su mente ya había pasado por la experiencia cualitativa más importante sobre la cancha: el gol. Al iniciarse el juego, uno no sabe si aquel día el gol es más amarillo o rojo. Si el gol aquel día estaba más azul, el goleador ya había podido saborearlo, ya se siente más marítimo; aunque es posible que otros jugadores puedan advertir en disparo total la pigmentación cambiante de la más intensa alegría futbolística. Pero yo a ese jugador no lo cambio; a ese mago no lo cambio.
Las teorías posmodernas que nos instan a gestionar nuestra vida como una empresa quizá deberían buscar más allá del ámbito económico. Qué les parece un equipo de fútbol. La realidad contemporánea es mucho más compleja y entreverada que la optimización de beneficios. Se asimila mucho más al puro juego del deporte que al aburrido discurrir económico.
Yo pondría al instinto de supervivencia bajo los palos. Solamente acudiría a sus gatunas habilidades cuando la férrea voluntad, plantada en la línea defensiva, bajara los brazos. En el centro de la cancha colocaría a la inteligencia pura, con la orden de que el balón siempre al piso. En las alas no puedo pensar en otro jugador que la imaginación lateral, la flecha creativa del mundo que inspecciona el terreno más ex-céntrico de la vida. Siempre generoso en el juego ofensivo, plantaría en la mediapunta a la libertad, ancla ligera de la movilidad del equipo. Y la pareja de puntas estaría formada por la ilusión y la intuición: la primera llega a los balones imposibles con su elástico optimismo y la segunda concreta con su olfato la acción de la vida.
Fundamental ese ’9′. Porque lo que la cabeza no ve desde su rol de Guardiola sí que lo huele la inteligencia vertical de la intuición. Como suprema también la verticalidad. No a la diplomacia futbolística, a la hipocresía barroca del regate sin voluntad de hacer daño. Driblings mágicos y profundizadores, juego abierto, corazón de gol, sangre comunal creativa, río de belleza arriesgada. Con esta formación, mi equipo perderá muchos partidos. Pero jugará como debe: creando estilo morgiano.