L’estaca
Recuerdo mi primer buceo en Pakistán (2007), que me suscitó un temblor poético de orden místico, si no les parece muy gruesa la palabra: una tinta verde sagrada, cachorros encendidos de dios y minares en comunicación sexual o divina son algunas de las anotaciones que guardo en mi libreta. Llegaba de la India y me pareció que Pakistán podía tener otro discurso, profundamente surasiático todavía, pero más suave y menos barroco; equilibrado en la extravagancia, cargado de saudade. Un espíritu de fondo daba coherencia al paisaje y a las gentes.
Ahora que ya estoy instalado en Pakistán, me pregunto por su identidad y sus fuentes, en un imparable deterioro. Tras la muerte de Bhutto perdí un avión con destino a Karachi, la ciudad costera que tanto evocaría después, y acabé en Islamabad, donde cayó una exageradamente dulce nevada. Tres años después, he visitado la gran metrópolis de Pakistán y he quedado horrorizado. El nervio financiero del país es una llaga descubierta que supura crimen y violencia. Exenta de su supuesto encanto colonial, sólo el mar y los jóvenes acercándose a la playa para beber con el beneplácito de la Policía me ofrecieron propuestas para el optimismo. Algunos barrios, a pocos kilómetros de la costa, presentan una estampa de moteros y polvareda que discute con los edificios sobre los que Pakistán asienta su músculo económico. Ningún destello arquitectónico que despertara mi quizá anestesiada sensibilidad. Ningún motivo para la poesía, salvo la latente generosidad de los ciudadanos. Y un carrete infinito para el periodismo y la bancarrota moral. Pakistán necesita una ciudad moderna que haga de contrapeso a la monumental Lahore y la mitificada Peshawar, encarada al mirador afgano. Creo que Karachi no cumple satisfactoriamente esta función, aunque seguramente es una conclusión apresurada.
Pakistán me da una sensación permanente de desequilibrio: naturalmente, las crisis políticas y económicas y el terrorismo son la cara visible de ello. Pero creo que las fallas en el debate público, el inseguro avance de la identidad y el problema de la cultura están en el corazón del desplome. En enero vimos cómo el asesino del gobernador de Panyab, Salman Tasir, recibió una lluvia de pétalos por matar a un liberal que se permitió mofarse de los barbudos. Ahora, en los músculos del estadounidense que mató a dos motoristas en Lahore, Raymond Davis, se resumen todas las obsesiones de Pakistán: la injerencia norteamericana, los juegos de espías, la sospecha, la agitación. Puede que la religión sea una de las pocas argamasas del país, pero la umma es un concepto demasiado elástico. En una reciente cena con periodistas, abogados y oenegeros, uno de los asistentes constató de forma elocuente que Davis era el único tema que interesaba: Egipto era la palabra clave para aprovechar y salir a la terraza a echarse un cigarro.
En realidad, Pakistán es un país más joven de lo que dicen los libros, porque el desgarro en 1971 de su ala oriental (ahora Bangladesh) fue una mutilación o un empezar de nuevo. Pakistán tiene problemas para entroncar con el pasado, en particular con la herencia mogol, una referencia razonable. Su fórmula de integración étnica, si es que existe, está fracasando. No tiene un discurso cultural potente y ve cómo la vecina India fagocita a sus artistas. No creo que el Islam, ni ninguna religión, sirva como instrumento exclusivo para la unidad en ninguna parte del Sur de Asia, pese a que en otras latitudes haya tenido un éxito discutible. La violencia sectaria (suníes-chiíes), la guerra entre escuelas de pensamiento religioso y el liberalismo que se circunscribe a una parte de la clase alta hablan de altos muros.
Y, sin embargo, no puedo deshacerme de mis primeras sensaciones: un soplo de almas más o menos reunidas, un aleteo verde, la energía de la Mezquita del Emperador (Lahore). La cabeza me dice, también, que entre la inmensa miseria se abren paso individuos que sorprenden por su buen quehacer, por su capacidad de trabajo y su creatividad, una opinión que podría desencadenar comentarios jocosos entre algunos cínicos. Pero he visto el sentido de la ironía: he visto a personas. Urge ahora un lento y difícil triunfo de lo abstracto. La estaca pesa mucho, pero está carcomida. Que tombi.
Morgar, simplemente puedo decirte que este es un texto inteligente pero también informado y conmovedor. Me sorprende la manera en la que captas la situación, el entorno político y social, y al tiempo la belleza y sutileza de las cosas.Creo que Pakistán y Bangladesh se parecen muchíimo, a pesar de ese desgarro que mencionas, y que a los bengalíes les fue tan pesaroso, una herida que aún sigue abierta.
¡Salam!
Chand:
Como siempre, tus comentarios son generosos. Muchas heridas abiertas en los dos países, sí. Espero que aquí tengamos espacio para ir reflexionando sobre ellas, preferentemente desde una óptica cultural y social.
Abrazos!
a