Lo que no es duda del alma es totalitarismo de los sentimientos
Anoche soñé que caminaba por una galería gris circular. Era una de ésas tan largas que más bien se asemejaba a una recta, por aquello de que el círculo es una línea infinita. A cada siete metros cometía alguna insensatez, siempre nimia, pero detrás de mí iba una chica que me justificaba ante los transeúntes y ante dios, que por otro lado no existe.
Nunca era yo quien me paraba a explicar lo que hacía. Agradecía inmensamente a la chica que me seguía su labor al servicio de mi dignidad, pero no me veía en condiciones de defenderme. Avanzaba con mariposas en las orejas, con un halo de inexistencia abismal.
Entonces vi un cartel pegado en la galería gris circular. Era el pasaje de un cuento de Beckett que me hizo entrar en su literatura. Paseaba él por el cementerio, donde estaba enterrado su padre, y comentaba que prefería el olor de los muertos al de los vivos -pies, dientes, sobaco-. Y en el cartel ponía aquello que me tocó el corazón, respecto al aroma del cementerio:
“And when my father’s remains join in, however modestly, I can almost shed a tear”. Aunque en el sueño recuerdo un ‘could’ en vez de un ‘can’.
Todos tenemos un pasado más o menos turbio del que arrepentirnos. Avanzamos por la vida con la cabeza alta y la conciencia limpia. Yo nunca me fiaría de alguien con la conciencia limpia. ¡Pobre conciencia! ¿Cómo la habrán torturado para que no proteste?
El estado natural de un alma es la duda y el pensamiento excéntrico. O sea, el pensamiento que no está en el centro, en el yo, sino en las intermitentes sensaciones de libertad que nos da el transitar por este valle de lágrimas.